Allá


El olor a vómito y a orín humano se ha adueñado del aire y me asfixia. La grasa corporal envejecida de los indigentes miserables se ha encostrado en las paredes, y hacen que las gomas de mascar pegadas en ellas por los amos de la chatarra, resbalen mucilaginosamente como mocos de una especie nueva de gripe. Pero ninguna persona, si acaso así pueden llamarse, parece percibirlo. Mientras camino, una masa de gente vacía se apresura en una carrera que no parece tener ni comienzo ni final, apretujándose unos a otros como vacas guiadas al corral, sin el más mínimo atisbo de humanidad. Gruñidos, cortes de ojos, codazos, empujones, parecen ser el lenguaje de esta civilización de topos sin modales que no pueden hablar.

Allá, por el contrario, la gente es gente. Con permiso, pase usted, a su orden, gracias, buenos días, adiós. Cuánta falta me hace la cortesía y los buenos modales.

El ruido es ensordecedor. Cuando se aguza el oído se puede oír por separado. En primer plano, un estridente tono alto de motores y mecánica hidráulica que crece con las horas pico, luego, más acompasadamente, un martilleo constante de sonidos metódicos que marca el ritmo seguido de una escala de tonos eclécticos o eléctricos que erizan, y por último, en último plano, el inconfundible y tormentoso zumbido de fondo que nunca cesa y le da forma a la infernal sinfonía. Todos los días, sin el ademán de ningún nervioso director y su batuta, la orquesta comienza puntual su concierto justo antes de que el sol levante, y continúa in crescendo durante todo el día hasta taladrarme los oídos, obligándome a gritar, o a gruñir, para comunicarme, como si comenzara a parecerme a ellos.

Tan diferente allá, donde te acuestas con los grillos y te levantas con los pájaros, o con el sonido de las olas, o donde simplemente no hay sonido excepto el de la naturaleza, o el de los niños jugando, o el de tu mujer susurrándote al oído que te ama.

Subo las escaleras y nadie me mira a los ojos, nadie parece reconocerme ya. Las pseudogentes caminan apesadumbradas con la quijada pegada del pecho, cara a cara al suelo, tratando de penetrarlo, como si quisieran encontrar en él la respuesta a sus ansias y sus sueños. Nadie mira hacia delante y mucho menos a mí. A veces pienso que alguien me ha reconocido cuando la vista levantada de algún extraviado choca con la mía, sólo para caer en la realidad. No me buscaba a mí, sino a la mirada fría e inquisidora de un letrero que lo guiara en su camino. Cuando no soporto más la soledad, dirijo mi vista al suelo para ver si encuentro lo que aquellos, y por fin una mirada. Pero no es de empatía, sino de locura, de unos de esos lunáticos que se han desterrado a los subway huyendo de la realidad superficial de este mundo maldito. Entonces vuelvo mis ojos llenos de terror al suelo. Ya los entiendo. No se puede mirar.

Allá no. Allá me conocen por mi nombre. José. Y para los amigos Chepe. Allá las miradas te sobran y las manos se te cansan de tanto responder los saludos de la gente que te conoce y no te conoce. Si por casualidad te concentras por un rato en el suelo, sientes a tu alrededor cientos de ojos fulgurantes que esperan impacientes el sorteo de tu atención. Y nunca falta aquel intrépido interlocutor que entabla conversaciones infinitas sin motivo aparente y que al final resulta ser primo lejano o hijo de un compadre.

Sigo subiendo y comienzo a ver ese cielo gris, frío y seco como todo lo de aquí. Y sólo pienso en aquel pedazo de bóveda azulada que respira fresca por encima de mí y me guarda de todo lo malo. Cuando termino de salir, como escupido de esa boca oscura y fétida, de ese submundo incomprensible, me ahoga el vértigo. El dantesco exterior es aún más sombrío. Un mar de gentes sin cara, inmersos en un mutismo absoluto se debaten entre sí en medio de una sierra de ladrillos y acero que no duerme. Ni hablan, ni ríen, ni lloran, y tampoco miran o te conocen en este inframundo donde no hay identidad. Sigo caminando, con la mirada clavada en mi tierra, y poco a poco se me comienza a borrar la cara y ya el frío no me molesta, ni el hedor de las catacumbas, ni las gentes sin nombres, y me quedo sin nombre y sin ausencia.

Tan diferente que es todo allá. Allá todo el mundo te conoce y la gente sabe hablar y ríe a cantaros y hasta llora. Allá somos gentes.

Allá yo soy José, cariñosamente Chepe.

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