Un día perfecto para ir a la playa

El cielo estaba completamente despejado, como un canvas azulado salpicado por brochazos de nubes, en algunos rincones del horizonte, alguna que otra nubecilla desafiando la agradable brisa de cuaresma. Era un día perfecto para ir a la playa. Habían pasado casi dos meses desde el inicio de la cuarentena por la pandemia y estaba hastiado del encierro.
A pesar de estar suspendido del trabajo, percibiendo una mísera proporción de mi sueldo y sin un peso ahorrado en el banco, respeté el toque de queda en su totalidad enclaustrado en mi minúsculo apartamento. Las medidas de distanciamiento impuestas por el gobierno para evitar la propagación del virus eran estrictas y solo se podía salir a la calle a ciertas horas del día para abastecerse en los únicos comercios abiertos: los supermercados. El castigo por violar el horario de toque de queda significaba la cárcel y trabajo comunitario. Generalmente los detenidos no permanecían más de una noche en las atestadas celdas, pero doce horas en esos reducidos espacios vaporosos, impregnados de fluidos corporales y roces de piel involuntario, constituían un ambiente perfecto para la propagación del letal virus e infectaban al más sano. Y eso, a mi parecer, no era una buena idea en esos precisos momentos. Así que, tanto yo como mi perra Blu, una cariñosa y leal pitbull blue nose, fuimos de los pocos que respetamos el estado de emergencia nacional, sufriendo el encierro por más de sesenta días dentro de mi apartamento de ochenta metros cuadrados.

Hasta ese día había puesto en práctica todas las recomendaciones e iniciativas propias para hacer del confinamiento uno menos mortificante; lectura, ejercicios, limpieza, organización, extensas conversaciones por FaceTime con amigos y miembros de la familia, incluso llegué a organizar por catálogo el extenso volumen de fotografías de más de cinco gigas en mi computadora. También me había dedicado momentos a solas, bien a solas, tanto para la satisfacción de mi ente espiritual, como para la de mi cuerpo sediento por otro tipo de recompensas íntimas. Estas últimas, reconozco, superando en creces las sesiones de los últimos meses, años, incluso las de los frenéticos días de mi adolescencia perturbada por el sexo prematuro.

Y sin embargo, ahí estaba, lo podía ver desde el pequeño balcón de mi apartamento, escenificado en todo su esplendor: un día perfecto para ir a la playa. A propósito, el baño en las playas también estaba prohibido, todas las hermosas playas del país lucían una inquietante banda amarilla de advertencia que prohibía el acceso a ellas. Y las playas del pueblo donde vivía, de arena blanca y agua turquesa cristalina, no eran la excepción. Por supuesto, esa ley no aplicaba a aquellos privilegiados que vivían en proyectos privados con pequeñas playas que habían injustamente privatizado, a ellos la ley no los tocaba. Como tampoco los tocaba la crisis económica, ni las filas en los supermercados o en los bancos, ni las precarias atenciones en hospitales públicos donde la gente moría por decenas, ni los tristes entierros sin parientes, sin lágrimas, sin oraciones. Tampoco les tocaba vivir en minúsculos y sofocantes apartamentos como el mío. A ellos no. A ellos, que vivían cómodamente en sus villas frente al mar, para quienes la dolorosa cuarentena representaba unas extensas vacaciones disfrutando del sol, la playa y botellas de champán burbujeante, no los tocaba. Ni siquiera el virus.

Pensando en eso, mientras observaba a Blu, que desde hacía días yacía desganada en su colcha, con los ojitos tumbados, como preguntándome qué he hecho para merecer este encierro, me imaginé corriendo por una de esas playas con ella y fue ahí, en ese preciso instante, que tomé la decisión: hoy iremos a la playa, le dije a Blu, que como me conocía tan bien y sabía por el tono de mis palabras el significado que encerraban, se incorporó de un salto sobre su colcha mirándome atentamente con su gran cabeza de pitbull inclinada hacia un lado.

El plan era muy sencillo, de hecho lo pensé en algún momento de lucidez del encierro, pero no le hice caso a tales elucubraciones que creía simples jugarretas de mi conciencia obnubilada. Consistía en invadir una de esas playas privadas en las pocas horas libres de la cuarentena, lo haría cruzando por un camino abandonado entre la carretera y el proyecto de villas, uno que a veces utilizaban los pescadores para adentrarse en el mar a pescar con arpón, recorriendo a hurtadillas los doscientos metros vigilados por celosos guardias de seguridad del proyecto, sabiendo que, una vez ya dentro de las aguas del Atlántico, eran libres de sus amenazas. Yo haría lo mismo, con la ligera diferencia, de que una vez en la playa debía hacerme pasar por uno de los ricos inquilinos o huéspedes del proyecto. Eso no sería un gran problema para mí, ya que aunque mi familia no era adinerada ni mucho menos, mis padres se preocuparon por darme una buena educación, con valores y principios, algo que quizás le faltaba a los de arriba, y además, gracias a la beca que consiguió mi padre en una de las universidades más prestigiosos del país, me había educado junto a la crème de la crème de la sociedad capitalina, los popis, como le llamaban cariñosamente a los hijos de ricos, y podría pasar fácilmente por uno de ellos. Literal.

Así que, sin pensarlo dos veces, me puse el bañador rosado de rallas azules, un polo shirt marca Náutica y mis alpargatas Van’s, una combinación infalible que guardaba exclusivamente para ocasiones especiales cómo estás. Saqué del olvidado cajón la pechera y la correa reforzada para pitbulls y se la ajusté a Blu, que ahora saltaba de alegría y lucía su poderosa dentadura de oreja a oreja, mientras su cola, que parecía un ser vivo independiente a ella, se agitaba violentamente hacia todas direcciones. Sabía que no podía llevar demasiada carga, por eso, metí en mi mochila lo indispensable: una toalla, mi celular y tres latas de cerveza envueltas en papel de periódico para que se mantuvieran lo más frías posible. 

El acceso a la playa no fue difícil, me escabullí lo mejor posible entre la arboleda, deteniéndome a cada veinticinco pasos para observar detenidamente si algún guardia de seguridad merodeaba el lugar; excepto por el susto que me dio Blu al arrastrarme por unos cuantos metros cuando intentaba atrapar una garza, la operación transcurrió sin problemas y pude llegar a salvo a la anhelada playa. 
El esfuerzo no fue vano. No sé si fue debido al tiempo que me mantuve encerrado en el apartamento, o por lo que decían en esos días sobre el efecto positivo que había provocado la pandemia sobre los mares y la naturaleza en general, ahora que por meses la maquinaria industrial y el aislamiento de la personas le habían dado un respiro, pero ese día la playa lucía más hermosa que nunca. El azul intenso del cielo se reflejaba con la misma tonalidad sobre el mar, que apenas se movía, como si fuera una inmensa masa gelatinosa que perezosamente besaba la blanca arena de la playa. Blu debió sentir lo mismo que yo, porque por segunda vez me arrastró con todas sus fuerzas hasta que sus patotas se hundieron en la arena a orillas del mar. 

Con una rápida ojeada a los alrededores me di cuenta de que en la playa no habían más de veinte personas. Perfecto, pensé, hoy vas a ser uno más de los privilegiados, y con ese flow que llevas nadie podrá decir lo contrario. Hoy serás un popi. 
Elegí la sombra apartada de una gran Uva de Playa peinada hacia el sur por la brisa del mar, ahí amarré a Blu que jadeaba incesantemente, abrí la toalla sobre la arena, me senté a su lado, y la acaricié en su cabeza mientras me deleitaba con el paisaje. ¿Cómo vivirán los pobres? Me dije. Luego saqué una lata de cerveza, la destapé y aceleré casi la mitad del maravilloso y refrescante líquido ambarino a través de mi seca garganta. Definitivamente no como yo, me contesté.

Blu es una perra extremadamente juguetona, y más en la playa, le encanta que le tiren palos y escarbar cosas, pero sobretodo le fascina jugar con las olas, puede pasarse horas mordiéndolas, saltando sobre ellas y nadando sin cansarse, y ese día, más que cualquier otro, sabía que ella lo anhelada más que nunca. Yo lo disfrutaba igual que ella, me daba gusto verla feliz, pero también reconocía que dejarla correr libremente en una playa rodeada de personas constituía una gran responsabilidad. No porque fuera agresiva, todo lo contrario, Blu era extremadamente cariñosa, pero sabía que era muy celosa y protectora y que su verdadera naturaleza de pitbull estaba ahí, latente. La gente está equivocada con esa raza de perros, y en parte eso se debe a la mala fama que ganaron luego de que muchos inconscientes los usaran como perros de pelea. Los pitbull no son peligrosos y violentos, por el contrario, son perros simpáticos, llenos de afecto y leales hasta el fin, todo depende de cómo los críes, eso sí, lo que no se puede negar es que son animales muy poderosos, cargados de puro músculo, súper ágiles y con una mordida capaz de aplicar doscientas treinta y cinco libras de fuerza por pulgada cuadrada. Casi nada. Por eso, cuando la llevo a la playa, suelo escoger un día de semana, temprano en la mañana y trato de estar lo más alejado posible de las personas, sobre todo de los niños. 

Ese día no sería diferente. El grupo de personas más cerca debía estar a unos cincuenta metros, por lo que consideré seguro soltar a Blu y dejarla jugar libremente. Ella gemía de ganas por hacerlo y cuando escuchó el click del gancho soltarse sobre su pechera, salió disparada como un cohete hacia la orilla. De inmediato comenzó a morder olas. Yo la observaba complacido desde la sombra, disfrutando a plenitud el momento. Luego de unos minutos embebido por el placer de estar allí, la brisa salada lamiendo mi rostro, apuré de un trago lo que quedaba de la cerveza y corrí hacia la orilla, me sumergí en el tibio líquido aturquesado y nadé mar adentro. Al detenerme y mirar hacia atrás, vi a Blu nadar desesperadamente hacia mí, la bocota abierta y la lengua como un periscopio buscándome. Cuando por fin logró ubicarme, me sumergí de nuevo y buceé por debajo de ella. Me fascinaba ver su cara de sufrimiento cuando desaparecía bajo el agua, en esos momentos parecía mi cuidadora y no yo el de ella. Le hice la jugarreta un par de veces más y luego me acerqué y la cargué en mis brazos. Jadeaba de felicidad por haberme rescatado.

Así pasaron las horas, Blu mordiendo las olas y yo gozando a plenitud aquél día perfecto para estar en la playa. Mi piel estaba ya tostada por el sol. Mi mente entumecida por el alcohol en el estómago vacío y la modorra, me hacían levitar en un estado de plenitud absoluto. Estaba abandonado a la brisa tibia bajo la sombra de la Uva de Playa, el barullo de las olas acariciando la arena, de vez en cuando atinando a mover los dedos de mi mano para sentir los cristales de arena resbalarse sobre mi piel, hasta que quedé dormido. Y Soñé. 

El país se hundía bajo la pandemia y el gobierno se desentendía de su responsabilidad. La gente moría por miles y eran enterrados en fosas comunes. Los funcionarios se enriquecían sobrevalorando las compras de insumos y maquinarias supuestamente para enfrentar la crisis. El presidente no había vuelto a aparecer en público. La cuarentena se había declarado indefinida y los más pobres, al no poder trabajar, salían desperados a las calles violando los horarios de toque de queda. El hambre, la otra pandemia que ahora azotaba la isla, mataba a cientos a diario. En una parte del país el pueblo se sublevaba y luchaba por sus derechos. Los enfrentamientos eran cada vez más intensos, la milicia reprimía con severidad y no dudaba en silenciar con sangre las denuncias. Perros inmensos engullían a hombres enteros y sus ladridos se escuchaban como truenos en todo el país. Muerte. Caos. La voz del pueblo se alzaba por encima de todo y lloraba y peleaba y ganaba.

Un grito desgarrador me hizo abrir los ojos y despertar sobresaltado. Al limpiar mis ojos de arena y sal pude ver a Blu correr desenfrenadamente hacia una niña que jugaba en la orilla de la playa. La madre gritaba de horror mientras intentaba llegar a ella antes que Blu. Por uno segundos que parecieron horas, observé atónito la escena sin poder mover un solo músculo de mi cuerpo. Blu seguía como un bólido hacia la niña. Todavía recuerdo su delicado bañador rosado y sus rizos rubios ondeando en el viento. La suave melodía de la Sonata Claro de Luna de Beethoven sonó subrepticiamente dentro de mí. Cuando volví a la realidad, corrí yo también desesperado mientras vociferaba su nombre. Sabía que no podría alcanzarla, pero seguía corriendo, confundido, mi mente entumecida por el alcohol en el estómago vacío, la piel tostada por el sol y la modorra, el barullo de las olas acariciando la arena en aquel día perfecto para ir a la playa.

La fotografía (cuento finalista entre 35,000 microrrelatos de 149 países del mundo, en el Concurso de Microrrelatos Museo de la Palabra)

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El niño yacía postrado bajo el sol inclemente. Su pequeña frente en el suelo seco y agrietado, descansando los días de hambre, sed y abandono.

Un buitre se había posado a unos escasos metros y él, haciendo un esfuerzo inaudito, ya sin aliento, mientras intentaba dibujar una sonrisa en sus labios marchitos, levantó levemente la cabecita y le preguntó:

– ¿También tienes hambre? El buitre prefirió no contestar.

–  Pobre pajarito – musitó el niño, antes de fallecer.

 

 

Premio de cuento en el Concurso Internacional Casa de Teatro 2013

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Mi cuento A ritmo de blues

fue publicado en la entrada de febrero del 2014,

cuando todavía no había sido galardonado jijiji.

A ritmo de Blues

Pimera Mención en Concurso Internacional de Casa de Teatro

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La Browning 9 mm está correctamente cargada, ready to shoot, como me dijo el gringo al que se la compré, sus quince tiros en la recámara, está frente a mí, la pintura negra brilla como el bigote de una máscara de Guy Fawkes, el inglés aquél que participó en la Conspiración de la Pólvora para derribar al Parlamento con explosivos y asesinar al Rey Jacobo I de Inglaterra, a sus familiares y al resto de la Cámara de los Lores, todo un matatán, esa misma máscara que usó Alan Moore en la película V for Vendetta y que muchos creen que es el original y bien concebido símbolo de Anonymous, qué ingénuos, sin saber que Anonymus se ha aprovechado de toda la publicidad del tremendo éxito de Hollywood para plantear su quille al mundo, pero está bien, el fin justifica los medios y después de todo esos tígueres de Anonymous son de los pocos que se han puesto los pantalones en este mundo, pues bien, decía que tengo mi preciosa Browning 9 mm cargada y aceitadita, bella, hermosa, radiante, justo en frente de mí, mirándome como quien dice “ponte la maldita máscara”, toda ella descansando en mi escritorio, encima de mi libro favorito, uno que para muchos jevitospseudointelectuales es un clásico pasado de moda, una recopilación sin mérito de las mil y una historias cantadas por los los trovadores de la época, fragmentos literarios o iconográficos pertenecientes a otros autores que el muy tigueraso de Homero acuñó en La Odisea, sea lo que sea, ese es mi libro favorito y justo ahí descansa mi pistola, de fondo tengo una musiquita de Eric Clapton, Leila por si acaso, si ‘toy amargao pero finamente, no como ustedes que andan lamiéndose las lágrimas con Roberto Carlos o en su defecto Chepe Chepe, yo no, lo mío siempre ha sido con estilo, cuando estoy medio down me curo con músicos de verdad, Sabina por ejemplo, con sus Amores eternos o 19 Días y quinientas noches o Ahora que, o en su defecto Crema de estrellas o Trátame suavemente o Efecto doppler de Soda Estéreo, el pobre Gustavo ojalá que despierte del estado de coma, pero cuando estoy en depre full un Deseo o un La chica que baila o un Mientras existas, ustedes saben de quién, resulta imprescindible y si Pedrito no está por ahí, entonces me doy Los restos de nuestro amor de Fito, cuando se me brota el comunismo del sesenta y cinco la cosa es diferente, pongo por inercia cualquier cosa de Silvio, Pablito o Mercedes, no importa si son canciones románticas, en esos momentos experimento un tipo de sentimentalismo revolucionario de lo que pudo ser y no fue, como pasa con los buenos amores, y a propósito de los gringos imperialistasmetelasnaricesdondenotienenquemeterla (entiéndase todo lo que sea de lo’ países) Michelle de los Beatles o Woman de Jhon Lennon, Dazed and confused de Led Zepelling, Anthem de Deep Purple o la grandiosa Mercy Mercy me de Marvin Gaye, Love me tender del chulo de Elvis, Shape of my heart de Sting, I wish it would rain down de Phil Collins, Never tear us apart de INXS, como es que se llama esta de Tears for Fears, bueno esa misma, ustedes se preguntarán para qué un párrafo completo (aunque no es un párrafo ya que hasta este nivel de la narración no hay puntos y creo que no habrá) hablando de canciones de amor y pendejadas, es verdad que uno no debe apartarse del hilo narrativo, directo como una flecha disparada hacia el blanco como diría el maestro Bosch que dijo el maestro Quiroga, pero es que son tantas canciones para uno amargarse coolmente que quise aprovechar el momento para recomendarles algunas, llámenle cuento interactivo si quieren, si no me creen hagan la prueba y escuchen alguna sin tener que buscarse un gillet para cortarse las venas, a menos que sea una de Frank Reyes o Aventura, un merenguito de El Prodigio, digo, para no hablar del disco completo de Bachata rosa de Juan Luis o Mudanza y acarreo o en particular De tu boca, es más cualquiera de los boleros de ese león, y por último, a pota, Ella me vivía, Las vampiras, Rosemary, Marola, Anaisa, Vikiana, La novia o cualquiera de las musas de mi ídolo Luis Terror Días, sion papá, Ay ombe, porque yo defiendo lo mío, no es que disque yo soy un snob, disque que vivo a los gringos, no, eso no, a mi me gusta lo mío, lo que pasa es que en cuanto a la música soy selectivo, además qué vaina es, eso de ser nacionalista hasta la tambora tampoco ‘ta, yo soy y seré siempre un ciudadano universal, este mundo está para eso, no para estar con teorías sobre la bandera tricolor ni nada de eso, que si el himno, que si la nación, el verdadero patriota no tiene que estar con toda esa vaina, de hecho, el verdadero patriota a veces ha tenido que sacar los pies y volver armao hasta los dientes para dar la vida por su país, si no pregúntenle a Caamaño o al mismo Duarte que papá Dios los tenga en la gloria, esa vaina me da una cuerda cuando me dicen disque que yo soy un jevito, que lo que vivo es cayéndole atrás a los gringos, yo quisiera que me dejaran media hora con Harry Truman o con George Bush en un cuartico dos por dos que me los voy a comer con yuca, precisamente por eso es que estamos como estamos, por eso es que este maldito país se ha vuelto una mierda, porque ya no hay hombres de verdad, porque se acabó la estirpe dorada de machos de hombres, de esos que dieron su vida para que hoy podamos bebernos una cerveza en la zona colonial frente al maldito Alcazar de Colón y no venga ningún fuckinguardiagusanogendarmedelamierda a llevarnos preso porque sí, eso es lo que pasa, que estamos podridos, que damos asco, que somos una masa repugnante, asquerosa, que da náuseas, que no aguantamos el hedor de nosotros mismos, al punto de que el Grenouille de Patrick Süskind se pegaría un tiro en la misma nariz para no olernos, a ninguno de nosotros, porque todos, todos sin excepción, desde el poder ejecutivo hasta el senado, desde la Secretaría más fútil hasta el más irrisorio organismo del estado olemos a la mierda más nauseabunda que podamos imaginar, incluyéndome a mí, un mísero recién graduado de periodismo que por cuestiones coyunturales, gracias a que mi papá es amigo íntimo del Secretario de Medio Ambiente, terminé en un puesto importante del“Departamento de Comunicación, Prensa y Relaciones Públicas del Comisionado de Apoyo a la Reforma y Modernización de la Justicia”, un título que parece más de uno de los Lores del Rey Jacobo I de Inglaterra que de un estamento del Estado de este paisito y que además tiene a gente tan patética como yo trabajando a medio tiempo, ganando el sueldo de diez o doce obreros, con tarjeta de gastos de viaje, una yipeta Chevrolet Tahoe del año, negra, como todas las que usan los funcionarios pegaos del gobierno y que además está en la lista de los dichosos empleados públicos que van a ser obsequiados con uno de los apartamentos de lujo que el gobierno recién acaba de terminar, “ese soy yo”, como diría Huckleberry Hound, otro energúmeno más que vive de los impuestos y de su pueblo, como si nada, a pesar de que vivo modestamente, sin asistir a las reuniones sociales de mi grupo de trabajo, sin comer en los restaurantes fancy de la capi, sin vestir trajes de treinta mil pesos, a pesar de que rechacé la oferta de tener un chofer para mí, a pesar de que no me he creído lo del puestecito este, es verdad que soy un energúmeno diferente, como me lo recuerdo todas las mañanas cuando voy a la oficina y me topo con el pobre anciano que pide en el semáforo de la Santiago con esquina Pasteur, un hombre que se ve que ha trabajado la vida entera en el campo y que llegó a la ciudad como muchos de los miles de hombres y mujeres que migran hacia aquí en busca del sueño perdido, y entonces yo, el energúmeno dadivoso saco heroicamente una papeleta de cien pesos de mi cartera y la pongo en sus manos temblorosas para luego marcharme complacido de haber cumplido con la acción social del día, ese soy yo, un bondadosoenergúmenodelamierda que se hace el pendejo, pero así no era yo cuando estudiaba letras en la universidad, cuando pertenecía al Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la UASD, en esa época yo era un revolucionario de verdad, no de los que quemaba gomas y devolvía las latas de gas lacrimógeno a los policías, no, yo era de ese incipiente grupo de intelectuales que estaba subiendo, la promesa de la juventud, la clase de hombres que necesitaba el país para enderezarlo por siempre, el nuevo modelo de líder, pero eso costaba mucho trabajo, muchas horas de lectura, mucha escritura, muchas reuniones con el taller, muchas marchas y manifestaciones, muchos sueños, ahora todo es más fácil, sólo soy yo y mi escritorio con dos bandejas de salida y entrada de documentos que siempre están vacías, por eso añadí mi Browning 9 mm al repertorio, ready to shoot, la verdad que esos gringos tienen expresiones cool, ready to shoot, definitivamente el lenguaje inglés es el lenguaje de lo fácil, del ritmo, del soul, es como un blues, como el Still got the blues de Eric Clapton que estoy escuchando ahora, aquí en mi oficina gubernamental, rodeado de toda esta lacra que siempre se ha cuestionado mis gustos, mi way, mi música, esos lambones de mierda que no saben lo que son los valores humanos, lo que realmente es importante en la vida, que no conocen la última realidad, el satori perfecto, que no saben de literatura, ni siquiera de Homero, menos de Homero Pumarol, que no entienden lo que es el verdadero sacrificio, pero yo les enseñaré a ellos, yo y mi Browning 9 mm les enseñaremos lo que es un hombre de verdad, lo que es un héroe anónimo, como lo fue mi padre, un hombre intachable, honrado y comprometido con su sociedad, la facción altruista del partido como le llamé en una ocasión y eso se lo voy a mostrar hoy a esos gusanos, no mañana ni en dos semanas, hoy, será hoy, justo cuando el senado en pleno ocupe sus puestos para la votación final de la modificación de la Constitución y yo, ejecutivo del Departamento de Comunicación, Prensa y Relaciones Públicas del Comisionado de Apoyo a la Reforma y Modernización de la Justicia”, encargado de toda la logística de la rueda de prensa, grabación, edición y convocatoria de todos los medios del país, saque mi Browning 9 mm y ¡BANG, BANG, BANG, BANG! tal y como suenan los tiros en los cómics, especialmente en los de Batman y Dick Tracy y acabe con todos, uno por uno, con todos esos vive bien a costa de hombres como el viejo del semáforo, de mi padre, después que todo un pueblo depositó su confianza en ellos para que los representara y los defendiera en el gobierno, ellos, los intocables, los impunes van a pagar todo lo que han hecho sufrir a su gente, todo lo que han robado, todo lo que han mentido, todo lo que han violado para quedar como lo que debieron ser desde el principio, un colador, un colador de las malas decisiones del gobierno, lo único que esta vez quedarán como un colador de cocina, de esos que se usan para colar la pulpa del jugo de tamarindo que tanto le gustaba a mi papá, tú mismo me vas a aplaudir donde quiera que estés viejo querido, que aunque no soy creyente imagino debe ser el cielo, cuando veas a tu hijo hacer justicia tal y como lo hicieron los héroes con los que siempre te identificaste, esos que defendieron a tiros el honor de la gente buena, los principios, los valores revolucionarios, sí papá, aprendí la lección, tuviste que irte pero la aprendí, hoy voy a acabar con toda esta farsa, hoy voy a demostrarte que sí valgo la pena, que este país vale la pena todavía, déjamelo a mí y a mi Browning 9 mm que los vamos a hacer añicos, cualquiera que me ve en este escritorio no se imagina lo que va a ocurrir, hablando de eso, déjame cerrar la puerta con seguro no vaya a ser cosa que entre uno de estos lamesacos y… pero ven acá, ¿y ese no es el Presidente? ¿y qué hace él aquí? oh, parece que viene para acá, ay coño me jodí y la pistola está encima de…

– ¡Sr. Presidente, qué sorpresa tenerlo por aquí!

– Siento mucho lo de tu padre, vine personalmente a unirme en tu dolor y a decirte que quiero que trabajes directamente conmigo como asistente personal de la presidencia, ya perdí un hombre bueno y no quiero perder otro mientras sea presidente ¿Qué me dices?

– ¿Eh? Lo que usted diga Sr. Presidente, para mí es un honor, siempre he querido…

– Oh, y ese libro de la Odisea, es unos de mis libros favoritos, ¿me lo puedes prestar? Quiero releer el canto XII donde Odiseo ordena a sus hombres que lo amarren para poder escuchar el canto de las sirenas, eso es mágico.

– Claro que sí Sr. Presidente, el libro es suyo.

– Que no se diga más entonces, el lunes te veo en el Palacio. A propósito, está bonita la Bowning 9 mm. Todo un guerrillero como tu padre ¿eh?

Sí Sr. Presidente, muy bonita, con ese negro brillando como el bigote de Guy Fawkes y sus dos cargadores de quince tiros cada uno, es preciosa, qué lástima que no la va a ver en acción, le hubiera gustado más ¿por qué tenía que venir Sr. Presidente? precisamente hoy, todo estaba transcurriendo según lo planeado, el plan perfecto, unas horas más y me lo hubiera agradecido, le hubiera quitado esas lapas de encima para siempre, quizás así hubiera hecho mejor su trabajo, pero en cambio estoy de vuelta a mi escritorio, la Browning 9 mm inquiriéndome a que use la máscara y de fondo el tema Cocaine de J. J. Cale aunque interpretada por el mismo Eric Clapton, qué idónea, pero ya no tengo más remedio que acudir a su llamado ¡es tu amigo papá! no puedo dejarlo plantado, además sabes que él es un buen hombre, los malos son los que están a su alrededor…creo yo ¿qué me dices papá? ¿papá? ¿me escuchas? ¿dime qué hago? todavía tengo la Browning 9 mm y los dos cargadores, yo hago lo que tú me digas viejo, sabes que todo esto lo estoy haciendo para reivindicar la vida de los hombres como tú, de héroes olvidados, de un pueblo subyugado por gusanos que se lo están comiendo vivo ¿dime? no sé qué hacer ¿sigo con el plan o me voy a Palacio? ¿uso los dos cargadores o me convierto en otra larva de estado? ¿dejo que me amarren como Odiseo? ¿papá? ¿papá?

¡BANG!

Ser feliz, una decisión personal

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Hoy, justo cuando el sol iba cerrando sus párpados de luz sobre el océano atlántico, mientras investigaba en las redes un tema para publicar en este blog, me topé con una noticia luctuosa que me afectó el ánimo. Alguien que no conocía, un hombre joven de cuarenta y  cinco años, exitoso hombre de negocios, presidente de una reconocida empresa eléctrica, murió repentinamente en el mirador sur de la ciudad capital a sólo quinientos metros de terminar el entrenamiento de esa mañana. Marco de la Rosa era corredor y esa madrugada entrenaba junto a los compañeros de su grupo, ninguno se explicó la muerte súbita del que consideraban uno de sus mejores atletas. Con todos sus análisis de salud en orden, Marco incluso había participado dos meses atrás en el conocido maratón de Chicago.

Qué penoso pensé, otra pérdida de alguien valioso en nuestra desbalanceada sociedad. Al leer lo de su muerte lo sentí tanto, como si le conociera de años, como si fuera familia, o quizás un gran amigo. No puedo negar que me afectó el hecho de que era un atleta, igual que yo, que tenía cuarenta y cinco años, igual que la cifra que alcanzaré el 24 de este mes, que era un hombre de negocios, lo que intento hace años sin mucho resultado. Sea lo que sea me sentí profundamente afectado. Luego de darles vueltas al hecho, de leer su biografía, de entrar a su blog, en fin, luego de tratar de acercarme a él en su muerte, me di cuenta que lo conocía. Sí, conocía a Marco de la Rosa. Y no lo había conocido en el colegio, ni en una fiesta, ni en la universidad, ni practicando algún deporte, a él como a muchos otros lo había conocido de toda una vida. Sí, cuando lo conocí al morir, me di cuenta que Marco era otro más de la poca gente buena que se nos estaba yendo, de ese puñado que sobresale en nuestra sociedad marchita, de esos que apuestan por los principios, por la honestidad y la vida ejemplar. Como a él, he conocido a cientos de dominicanos y ciudadanos del mundo que se van a destiempo, cuando no deben, mientras otros en mucho menor número, esos que pueblan nuestro mundo de terror, de perfidia, de corrupción, de muerte, de violaciones, viven indefinidamente y sin reparo bajo un invisible e impune manto de aquél maldito ángel que lleva la guadaña. ¿Por qué? ¿Por qué a Marco y no al asesino de Claudio Caamaño Vélez? Por sólo poner un ejemplo de los cientos que ocurren cada año.

Estos son los momentos en los que no entiendo la divina gracia de Dios. Y me siento afligido, con un nudo en la garganta, descreído, ahogado en una desilusión absoluta que no repara en nada que no sea desafecto y pesimismo. Es cuando vuelvo a Marco y me retracto.

Mientras buscaba información de aquél que creía no conocer, encuentro esta última publicación de su blog «Las notas de Marco» y me doy cuenta de que no puedo caer con él, de que debo seguir en pie de lucha. Me doy cuenta de que ellos no se han ido en vano, de que nos están guiando. Entonces vuelvo a leer su entrada y me río, él también, Claudio lo hace de igual forma, y Luis, y Pedro y Juan y Karina, y me siento curiosamente tranquilo.

Un tipo de obligación moral, de esas que se sienten como deuda, me solicita compartir este último escrito suyo. Aquí les dejo el artículo de forma íntegra:

Ser feliz, una decisión personal.

Sócrates decía que ” una vida sin reflexión, no merece ser vivida”.  Pasé los últimos días del 2013 y los primeros del año nuevo en la bella Estancia “La Bravera” a 2,400 mts sobre el nivel del mar en los Andes Venezolanos. El día que llegué a este lugar mágico casi sufro una crisis de pánico al enterarme que no tenía ningún tipo de alcance a las telecomunicaciones, incluyendo internet y señal para mis teléfonos. Sin embargo a medida que pasaron los días y que me iba desconectando del mundo me iba sintiendo más conectado a la naturaleza y se iban abriendo espacios para la meditación y reflexión. Este tipo de espacios son fundamentales para el ser humano. Ya sea en forma individual, en familia o en equipos de trabajo, es importante tener la oportunidad de elevarse a otro nivel y analizar con una perspectiva más amplia las realidades que nos acontecen en las diferentes facetas en las que nos desenvolvemos.

Durante esos días que compartí con mi familia, mi mamá me habló del libro que estaba leyendo llamado “La alegría del vivir” de Orison Swett Marden.  Coincidencialmente su libro estaba muy alineado con el último capítulo del libro que yo leía, “Vivir en tiempos de Crisis” de Isabel Vega.  El contenido común de ambos libros estaba relacionado con el concepto de “la felicidad”. La diferencia es que el libro que ella leía fue escrito en 1914 y el mío en el 2013. Sin embargo, pese a la diferencia de años entre un libro y otro, las conclusiones eran prácticamente las mismas: La felicidad no se persigue, no es una meta por sí misma. La felicidad se consigue en las pequeñas vivencias de todos los días.

Existen innumerables libros, documentos y escritos sobre el tema de la felicidad. Hace un par de años, mi grupo de YPO (Young President Organization) invitó a una sesión de trabajo de un día entero al Prof.  Shawn Achor, autor del libro “The Happiness Advantage”.  Durante la cena, el Prof. Achor nos contó sobre las investigaciones que él ha hecho con su equipo en la Universidad de Harvard sobre el concepto de la felicidad y las conclusiones a que han llegado sobre el tema.  En primer  lugar, la creencia general de la gente es que la felicidad es el premio que se recibe cuando se es exitoso, mientras que las investigaciones muestran una causalidad que es totalmente opuesta: la gente se hace más exitosa cuando es más feliz y presenta una actitud más positiva ante la vida.

Es difícil que ese estado de felicidad se encuentre en todos los planos ya que es muy probable que en algunos momentos se representen desafíos. La muerte de un ser querido o la separación de un ser que amas son solo algunos ejemplos. Sin embargo, la felicidad tiene que ver en gran medida con “la manera en que enfrentamos estos desafíos, en armonía con nuestra esencia y con el entorno”. De acuerdo con las investigaciones del Prof. Achor, las circunstancias externas contribuyen con solo alrededor de 10% de nuestra felicidad. El 90% restante está en nosotros mismos y en la forma en que manejemos los tres principales componentes de la felicidad según Achor: el placer de las sensaciones físicas, el involucramiento activo en roles que nos permitan aportar y una profunda y permanente conexión a algo que es más grande que nosotros. 

La felicidad es una decisión personal, solo tienes que decidir cuando quieres empezar a ser feliz y empezar a ver el mundo de otra forma, sin apegos, sin verla como resultado de obtener algo que no tenemos, sino apreciando al máximo las cosas que ya tenemos y que se nos presentan en cada momento de nuestras vidas.  ”Disfruta de las cosas pequeñas,  pues algún día puedes mirar atrás y darte cuenta que ellas eran las cosas grandes”.

El pescador romántico

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Aquel día de mucho sol y mar quieto un pescador sentía renacer de nuevo. Estaba sentado en sus cojines de arrecifes esperando por otra presa más cuando vio aquella increíble figura. Jamás en sus años había percibido el mortal tanta belleza reunida. Sus ojos hechos de perlas le miraban fijamente mientras él, como hipnotizado, echaba al agua toda su vida de anzuelos y pescaditos. Entonces desapareció.

Noche por noche aguardaba el pescador ansiosamente el alba para rendir culto a su más preciado tesoro a ver si volvía. Día por día se admiraba de la cautivación que emanaba hacia él esa singular forma de vida que había presenciado. Entre lunas y estrellas se describía constantemente su hallazgo: dos conchas de almeja encubren sus ojos, su pelo, coral negro derretido juguetea graciosamente sobre su rostro mientras la espuma de las olas atraída por su sonrisa, se sumerge desafiando la gravedad para teñir de blanco sus dientes. Sobre su cuello penden decenas de los más variados caracoles unidos por cuidadosas tiras de algas entrelazadas. De vez en cuando le pide a un caballito de mar que pose para ella en una de sus orejitas que no son más que un par de lilas enrolladas. Y sus senos, sus senos parecen esculpidos por la paciencia de un reloj de arena; en sus cimas descansan un par de diminutas esponjas que crecen con el frío de las aguas profundas o simplemente con el roce de un pececillo intrépido, cuando esto pasa su piel se transforma en escamas. Su cuerpo, no se qué pensar -rememoraba- habrá sido un milagro del dios de los mares o la resaca de las corrientes submarinas que dibujaron sus curvas. Sus brazos y tiernas manos hechas de estrellas de mar recién nacidas, acostumbran a danzar con el viento. Sus piernas reflejan con el sol los colores de la aurora y están unidas por una gran aleta acorazonada. Al nadar despierta con sus movimientos la pasión de cualquier ser con vida, incluso la de los corales más fríos y secos que corren al verla para formar coronas en torno a su cabeza.

El pescador dormía despierto al escuchar en su mente la melódica voz de acordes y sostenidos de aquella sirena, que le insinuó confusamente su amor aquella tarde en el mar. Ya no pescaba más y su antigua caña se había convertido ahora en lápiz que trataba de esbozar con líneas de arena el amor de su vida. En vano buscaba entre mareas alguna pista que le llevara a su última realidad.

Un día como el primero, acudiendo a un irresistible llamado, el pescador abandonó su hogar de arrecifes para unirse a su sueño encontrado.

Nunca más volvió a saberse del pescador y sus visiones. En su lugar, dejo la mochila con un mensaje escrito que decía: el amor de una sirena me ha pescado. Y dicen que cuando el alba despliega sus primeras espigas de luz sobre la mañana, suelen verse en el mar dos siluetas de incomparable belleza revoloteando entre las olas y emitiendo melódicas voces de acordes y sostenidos, como si estuvieran intercambiando palabras de amor.

A ritmo de JAzZ.

Primera
Mención Premios Funglode 2012

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31 de diciembre. Encerrada en su apartamento, sola, triste y sometida. La ciudad a sus pies celebrando el Año Nuevo, en pleno, quórum total. Ella, abstraída, ajena a esa celebración sin sentido, organiza maquinalmente y sin premura algunos papeles del pequeño archivo acordeón. Un gato maúlla bajo la luna llena, caminando encrespado por su propia sombra, mientras sus huellas, humedecidas por la tenue lluvia de invierno, quedan dibujadas en el viejo cemento de la pared que divide los dos barrios.

Bum, Bum, Bum. Retumban los fuegos artificiales, la metralla estalla en la ciudad, las luces resplandecen en la oscuridad y la niebla y sus tremores se ocultan raudos detrás de la noche. Los ciudadanos se maravillan ante el espectáculo.

El olor ocre se ha esparcido por las calles pesado y frío, templado y seco otras veces, pero siempre ocre. Algunos creen percibir en ese olor la marihuana de sus tabacos, el punto rojo que se desvanece en sus labios. Una ceniza en los zafacones despierta a los mendigos y les recuerda que es el día, el día para la recolección de las sobras. Otros creen que el olor proviene de la mierda en las cloacas. Nada de eso, es solo olor ocre. Ella prepara su quinto vodka tonic. Sus sentidos no parecen responder a ningún estímulo de este mundo. Fluye. Fluye en la soledad de sus pensamientos sórdidos, en su vodka tonic, en el hielo que se deshace sobre el vidrio martillado del vaso barato. Saborea un trago, lo engulle con avidez y piensa en el vacío, ese vacío que ha experimentado incesantemente desde su niñez. Ese que se manifiesta incierto delante de ella en la quinta planta de su apartamento. Otro gato se acerca inocentemente a los predios del primer gato, sus huellas, secas por el largo sueño debajo del zaguán del edificio, parecen flotar en la noche mientras la niebla se deja apuñalar por sus pelos puntiagudos, ásperos, enervados por su miedo a los fuegos artificiales y los gritos de los ciudadanos que se escuchan millas a la redonda. Un disco de Diana Krall se escucha de fondo. Ella lo escucha rítmica, apasionada, montada en los acordes del piano de cola y la voz en el concierto de Montreal. Aspira de nuevo otra patada del tabaco de marihuana. Se desvanece entre los acordes sostenidos por la celestial música negra en voz de blancos. Blanca. Diana Krall es blanca pero lo hace muy bien, piensa. La cola del primer gato se eleva por encima de la pared, de la frontera que lo separa del otro mundo, del otro barrio, danzando en el viento, dibujando una compleja partitura de movimientos que parecen enredarse con las notas de Diana o con los explosivos tambores de los fuegos artificiales, o con el olor ocre, el olor ocre que circunda el balcón de ella.

Sus brazos descoloridos por los meses de encierro se agarran con tristeza de la barandilla del balcón. Sus ojos abatidosse pierden en la nada. Un golpe de brisa le alborota su cabello castaño oscuro moviéndolo como en una escena de Matrix, como si no quisiera crecer, ni ser cortado, ni lavado, ni secado, ni peinado, como si no quisiera ser acariciado, ni vivir. El gato ha visto el otro gato, la pared suda bajo sus patas acolchadas que antes la acariciaban, sus garras se clavan ahora en la espalda de piedra y cemento mientras calculan el próximo movimiento. El segundo gato se tongonea sobre sus caderas cadenciosas, distraído, ajeno a las demostraciones del primer gato, quiere ser cortejado. Es una hembra.

Decenas de orugas y flores estallan en el cielo oscuro y ocre. El olor a pólvora de los fuegos artificiales lo inunda todo, se mete por las narices de los ciudadanos que bailan por el nuevo año, las mechas se queman en fracciones de segundos, los mismos que se descuentan en la cuenta regresiva del reloj que marca las once y cincuenta y cinco, el final de otro año. Bum, Bum, Bum.

El olor ocre se ha vuelto dulce. Ella acerca una silla a la barandilla del balcón de sus sueños, sube tambaleante en ella, el trago de vodka y agua tónica se agita en sus manos, el tabaco consumido, tararea la letra de la pieza que interpreta Diana Krall, danza con el viento, con las luces de los fuegos artificiales, con el olor ocre. Se sueña Diana Krall. El segundo gato se acerca sin miedo al primero, sus pelos peinados, en su sitio, nada de enervamientos innecesarios, el otro la huele, huele su propia inexperiencia, su estupidez, se ruboriza y reconoce el olor a sexo, a ocre, en la gata que se tongonea a su alrededor ronroneando suavemente en su agudo oído. Diana Krall ensimismada en su piano interpretando un blues, su cabello cae suavemente sobre su frente amplia, su ceño fruncido, sus labios humedecidos por la saliva, o la savia del éxito.

Ella bebe de un solo trago su quinto vodka, lanza al vacío el vaso y el vidrio barato corta el viento frío, pone un pie en la barandilla del balcón, luego otro y se para por completo en el borde del cemento pulido que divide la pared de su pasado y de su presente. No hay futuro. La gata rodea al gato y le cruza su cola serpentina por la cara, él pega su cuerpo febril al de ella, ella se empotra en su regazo, ronroneando un jazz de Diana Krall, lo huele, se aleja. El gato la persigue y le cierra el paso, da vueltas a su alrededor, los fuegos artificiales detonan al máximo en lo que parece ser la última manifestación de egoísmo de los hombres, su última guerra, el olor a marihuana es de ocre, los mendigos se hacen mierda en sus pantalones, todo es de oscuro.

Ella grita un nombre al vacío desde el borde del balcón de su apartamento, los ciudadanos celebran un nuevo año, ella salta, los gatos copulan, ella cree escuchar en el aire una respuesta, la música de la ciudad, los fuegos artificiales, el olor ocre, pero el asfalto le recuerda que no puede escuchar, oler, que de hecho nunca ha podido porque siempre ha estado muerta.

Los ciudadanos observan la masa deforme desparramada por el suelo de cemento ahora teñido de rojo. Los gatos maúllan de placer.

«Diablo me voy contigo»

El cuerpo colgado de Prebisterio Arias fue encontrado por su hermana cuando se levantó en la mañana a barrer el patio. Nadie entendió por qué lo hizo. No en su caso, siendo un hombre tan tranquilo y moderado.

La vida de Prebisterio Arias era como la del cualquier viejo pobre de ochenta y un años en un país como el de nosotros. Se había dejado de su mujer hacía más de veinte años, sus ocho hijos, todos de un matrimonio, eran ya hombres y mujeres y se la buscaban más o menos bien, no eran modelos de la sociedad, pero a excepción del chiquito, que había caído preso un par de veces por robos menores, eran trabajadores y de vez en cuando le dejaban caer sus chelitos. Prebisterio Arias era conocido por su seriedad y honestidad, nunca hizo lo mal hecho y nunca dejó de pagar una deuda. De hecho, el préstamo de los cincuenta metros donde construyó el rancho que habitaba, que fue el último que hizo en su vida, lo acababa de pagar hacía una semana. Ahí vivía sólo, en un tugurio hecho de cuantas cosas se pueda uno imaginar, desde latas de aceite Crisol, cartón, pleibú, hasta tablas de palma y dos o tres hojas de sin de medio uso que se había granjeado en sus buceadas por los barrios aledaños y que utilizó para mal tapar el techo. Por supuesto, el piso era de tierra y no tenía energía eléctrica. La reducida propiedad estaba situada en un arrabal en la parte sur de la ciudad, una colmena humana llena de cientos de cuchitriles que se hacinaban en torno a una enmarañada red de callejones por donde correteaban los carajitos con el binbin afuera, o donde la policía correteaba semanalmente a los pequeños traficantes de los puntos de droga. Parecía que en ese lugar todo el mundo estaba corriendo, con una prisa eterna, todos indefectiblemente involucrados en una especie de premura vacía, como si hubieran hecho algo malo, o como si le debieran a alguien. Todos menos Prebisterio Arias, que era el hombre más parsimonioso y sereno del barrio. Cuando entré por primera vez a ese patético laberinto de miseria, el día que fui a cubrir la noticia de su suicidio, más que a un barrio, me pareció estar entrando por un callejón al infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco.

Prebisterio Arias vivió los últimos años de su vida repasando conucos y vendiendo botellas vacías. «Ello no hay tay na, y ete mundo otro lo hereda», contestaba a los evangélicos cuando iban a su casa a pregonar que Cristo venía. Él no era lo que se llama un hombre creyente ni de la iglesia, pero todos lo conocían por su generosidad y benevolencia desinteresada. Siempre compartió lo poco que tenía. Los plátanos que tenía sembrado en el minúsculo patio alimentaban frecuentemente la barriga llena de lombrices de los hijos de los vecinos. Casi siempre llegaba con una fundita llena de mentas de guardias para repartírselas a todos esos muchachitos. Él decía que en la niñez estaba el futuro del país, que si no hacíamos algo por esa juventud tan dolida, «nos vamos a ir a la misma mierda, y más con esta partida de delincuentes que tenemos en el poder». Quizás por eso estaba como estaba en los últimos días. Después que el presidente ganó la reelección, Prebisterio cambió. No volvió a ser el mismo. «El diablo será el garitero» le dijo a su hermana dos días antes de ahorcarse. Su propia hermana dijo que lo desconocía, que no era él, que nunca lo había visto tan desganado y pesimista. Que era verdad que de joven había sido uno de los cabezas calientes de la guerra del sesenta y cinco, pero que ya eso había quedado atrás, que él era un hombre tranquilo y conforme, que «no mataba ni una mosca». Eso me dijo ella cuando la entrevisté para el artículo en el periódico. Pero lo que ella no sabía era lo de su enfermedad. Aunque había notado que la salud de su hermano se había deteriorado mucho en los últimos meses, nunca pudo imaginarse lo grave de la situación.

Quince días antes de suicidarse, Prebisterio había acudido con unos problemas de digestión donde un médico amigo que conocía desde los tiempos de la revolución. Después de muchos viajes, de decenas de análisis y pruebas que su antiguo compañero de luchas pagó complacido con su propio dinero, se le diagnosticó cáncer terminal en el páncreas. No se lo dijo a nadie. Por eso era que su hermana lo veía tan contrariado. Y no era para menos.

Yo no lo culpo por haberse quitado la vida de esa manera. Ochenta y un años pasando calamidades y ahora esto. Personalmente considero a Prebisterio Arias un valiente, un héroe, no por el hecho de suicidarse, si no por haber aguantado tanta penuria, tanta desesperanza por tantos años. Hasta yo en su lugar hubiera tomado esa determinación. Quizás esa hubiese sido la única forma de responder a la miseria en que hemos vivido muchos de nosotros por tanto tiempo, a la impotencia de ver cómo los malditos políticos se roban tu país, cómo los ricos se adueñan hasta de tu alma, cómo te vas muriendo en vida. Cuando vi a Prebisterio Arias colgado de la soga de nylon color azul, amarrada penosamente a una varilla que salía de la única pared de blocks que había podido levantar en el tugurio donde vivía, cuando lo vi con la cara amoratada, su frágil cuello estrangulado, la lengua gravitando fuera de su boca en una espantosa mueca que parecía una burla final, y sus descarnados puños cerrados para siempre, no lo entendí. En ese momento no comprendí cómo un ser humano podía llegar a tal grado de angustia y desesperación, qué tanta aflicción podía embargar el alma de un infeliz como él para llevarle a quitarse la vida. Cómo un hombre de esa edad, con tantos años vividos, con la madurez a que debe llegar después de vivir ochenta y un años, podía matarse así, sin más. Sobre todo un hombre como él, al que todos querían y respetaban en el barrio. Ese día que lo ví colgando como un trapo viejo de la soga de nylon color azul, lo creí un insensato.

Pero ahora pienso diferente. Ahora sí lo entiendo. Y más que eso, lo apoyo.

Te comprendo Prebisterio Arias. A tí te la pusieron difícil siempre y finalmente decidiste tomar el camino más fácil.

Por lo menos una sola vez en tu vida.

Pero, ¿por qué la nota Prebisterio? ¿porqué escribiste la nota con ese mensaje? Eso todavía no lo comprendo. Por más vueltas que le doy no le encuentro sentido a esas últimas palabras tuyas.

«Diablo me voy contigo».

Dime Prebisterio, ¿por qué escribiste eso si acabas de salir del mismísimo infierno? 

Una foto, una historia.

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Ella caminaba ausente y fría, como la brisa de invierno. Sus delgados brazos colgando como dos plomadas a ambos lados de sus pechos amoratados. El labio inferior todavía destilando espesas gotas de sangre, como hechas de ocre barro.
Los adeptos que salían de la misa del domingo cruzaban al otro lado de la acera para evitarla. La escrutaban de arriba a abajo mientras criticaban sus harapos rotos y sucios. Ella, mientras, continuaba seca y vacía como un pozo sin deseos, sus ojos fijos en la cruz de la iglesia, preguntándole al Dios de ellos, ¿porqué? Como si Él la escuchara.

El mosquito (porqué puse la foto de una araña en la entrada? porque la del mosquito es disgusting.)

Las dos de la mañana, no puedo dormir, estoy tratando de leer un libro de Roberto Bolaños, 2666 para ser exacto, la parte que corresponde a los asesinatos en serie de mujeres obreras de las zonas francas de Santa Teresa, en el estado de Sonora. Sus páginas me mantienen cautivado, absorto, asqueado y al mismo tiempo excitado, cientos de mujeres aparecen apuñaladas, desmembradas, ahorcadas, violadas, en medio de un mar de sangre que parece inundar el reseco desierto de Sonora. Digo que estoy tratando de leer, porque el zumbido de un mosquito que tiene la noche entera rondado cada centímetro de mi cuerpo insomne, me saca de concentración a cada instante, subiéndome la sangre a la cabeza (su objetivo) y chupándome hasta la saciedad como un maldito vampiro de la saga de Crepúsculo; bajo estas condiciones no puedo leer y mucho menos soñar con soñar. Me decido entonces a acabar con el insecto, cierro cuidadosamente el voluminoso tomo 2666, entrecierro los ojos, me quedo quieto como una estatua de ketchup congelado, bombeando toda la sangre que puedo con mi corazón homicida, escuchando, sintiendo el más mínimo movimiento de mi enemigo alado, esperando que se pose sobre mi piel bullente de plasma, así duro unos cuantos minutos, el sudor corre por mi frente, por la falta de sueño me siento un poco mareado, pero no importa, estoy decidido a soportar estoicamente lo que fuere necesario para acabar con ese invertebrado, hasta que por fin escucho el sonido límpido y puro de sus alitas, revoloteando en el pabellón de mi oído izquierdo, lo dejo tranquilo, mi corazón bombea más rápido, sí más sangre me digo, acércate más maldito, luego lo veo, va volando con reticencia justo delante de mi nariz, mis ojos lo siguen como dos lunas llenas ensangrentadas y lo observo bajar con cautela haciendo estúpidos cortes en el aire hasta una de mis piernas, me preparo, él se posa suavemente, apenas perceptible en mi muslo y yo lo dejo, comienza a chupar y veo cómo su abdomen se infla poco a poco y cambia de color gris inmundo a rojo sangre, de mi sangre, y siento la picazón pero no importa, lo tengo todo planeado, matemáticamente calculado, cuando no puede más saca su ponzoña de mi piel taladrada y despega lentamente, pesadamente, con el abdomen repleto de mi sangre, felizmente harto, lo que yo esperaba, entonces aprieto el tomo de Roberto Bolaños fuertemente en mi mano derecha y desde el espaldar del sillón bajo mi brazo violentamente asestándole un golpe mortal. Cuando retiro cuidadosamente el tomo de mi pierna, lentamente, embebido por un morbo y una curiosidad, una perversidad insospechada ante la posibilidad del crimen, vislumbro sólo una minúscula mancha de sangre en mi piel erizada pero no veo su exiguo cuerpo de invertebrado por ninguna parte, entonces como por inercia miro el libro y ahí estaba, arrastrándose por la portada, el abdomen destrozado dejando una estela de sangre en el precioso cartón satinado. A pesar de estar prácticamente desecho, sus pequeñas vísceras desparramas detrás de él, seguía por instinto remolcando con sus patas delanteras la mitad de su cuerpo mientras el hilo de sangre dibujaba curiosamente algo que parecía un signo. Estaba disfrutando extasiado el regicidio vampiresco, me sentía pleno, de hecho comenzaba a identificarme con el asesino en serie de la novela de Bolaño, aunque el mío fuera un crimen en miniatura, el minicrimen de un simple insecto. Me sentía libidinosamente realizado. Entonces el mosquito se detuvo, había muerto, y pude notar con incredulidad que la estela de sangre mezclada con sus intestinos había dibujado un perfecto signo de interrogación, justo al final del nombre del autor, en la portada del libro donde yacía asesinado.