La fotografía (cuento finalista entre 35,000 microrrelatos de 149 países del mundo, en el Concurso de Microrrelatos Museo de la Palabra)

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El niño yacía postrado bajo el sol inclemente. Su pequeña frente en el suelo seco y agrietado, descansando los días de hambre, sed y abandono.

Un buitre se había posado a unos escasos metros y él, haciendo un esfuerzo inaudito, ya sin aliento, mientras intentaba dibujar una sonrisa en sus labios marchitos, levantó levemente la cabecita y le preguntó:

– ¿También tienes hambre? El buitre prefirió no contestar.

–  Pobre pajarito – musitó el niño, antes de fallecer.

 

 

Las Musas de hoy

Mi escritorio

Desde tiempos inmemoriales, Las Musas han venido acariciando suavemente con sus dedos de diosa las neuronas de nuestros cerebros, creando una sinapsis perfecta,  una catarsis, un estro que nos domina y nos hace crear grandes obras.  El amancebamiento entre las Musas y el pensamiento creativo es histórico, una especie de contubernio donde ambas partes se necesitan irremediablemente y son dependientes el uno del otro, como la flor y la abeja o La Viuda Negra y su micro amante o el desierto y la lluvia.

Para nosotros los escritores, Las Musas son imperiosamente vitales. No ha existido uno que no haya copulado con una de ellas antes, durante o después de mojar el papel con la tinta de esta lujuria adictiva. No importa si somos hombres o mujeres, si somos pobres o ricos, bellos o feos, ellas acuden a nosotros solicitas para saciar nuestro deseo de pro-crear, sin discriminación, open minded. Pero cuidado, Las Musas son caprichosas. Nuestros deseos no siempre son correspondidos. Tenemos que cautivarlas y enamorarlas, rendirlas tributo, un sacrificio por cada idea, verso, argumento, imagen, nota musical o señal de creatividad que aflore a nuestras mentes «frágiles y  endebles».

Ya lo hicieron los grandes como Homero cuando las invocaba en la Odisea, «Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo». O quizás Virgilio en la Eneida, «Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente a tanta fatiga. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?» O Dante en su Divina Comedia,  «¡Oh musas, oh altos genios, ayudadme! ¡Oh memoria que apunta lo que vi, ahora se verá tu auténtica nobleza!» O Shakespeare en el prólogo de Enrique V, «Quién me diera una musa de fuego que os transporte al cielo más brillante de la imaginación; príncipes por actores, un reino por teatro, y reyes que contemplen esta escena pomposa».

El idilio es incuestionable. Las hijas de Zeus y Mnemósine son la luz que ilumina nuestras conciencias, ya sea en la forma de una dulce Ninfa, o en la de una poderosa Nereida, en el voluptuoso cuerpo de una Náyade o en la ocre hermosura de una Oréades. A lo largo de la historia, muchos han sido bendecidos con su magia, coronados con una eterna aureola sobre el hemisferio izquierdo de su músculo pensante. A pesar de eso, otros no han tenido esa suerte, y ellas, las Musas, pérfidas y traviesas cuando son tocadas por la música de los Sátiros, luego de embelesarlos con su amor, los abandonan en un limbo infinito de despecho. Es en este mundo que habitan los que huyen del talento natural. También están esos que por más sacrificios que hicieron en honor a ellas, nunca se merecieron su afecto.

Así lo hemos aprendido de nuestros grandes maestros.  A ellas les rezamos en la soledad del parto intelectual los escritores de ahora, aunque invocándolas con otros nombres y utilizando diferentes artilugios. Porque ellas, las Musas de hoy, son más funcionales y menos románticas. Inmortales al fin, han tenido que adaptarse a los tiempos modernos.

Hoy, por ejemplo, muchos las llaman inspiración. Hoy no se hacen libaciones con agua, leche o miel, sino con vodka, ron, vino o en su defecto marihuana. Las Musas de hoy se han transmutado. No se parecen en nada a las dulces Ninfas o a las poderosas Nereidas. Los escritores de hoy las encuentran más fácilmente observando un bello atardecer o escuchando el dulce arrullo de las olas en una playa escondida del Caribe. El voluptuoso cuerpo de una Náyade la pueden ver en el cuerpo de la modelo desnuda, y la ocre hermosura de una Oréades en una cabaña del bosque. Las Musas de hoy se convierten en cualquier cosa para encantar a sus fieles y obsequiarlos con su divinidad. De manera que, estas diosas de la inspiración pueden ser desde un disco de Pink Floyd hasta un estudio lleno de libros. Particularmente conozco algunos escritores de esta época que las han encontrado convertidas en un café de una ciudad colonial, en una fiesta rave o en una simple cama. Así como los escritores de ahora se han volcado hacia lo personal y lo urbano, así las Musas de ahora se han adaptado a los cambios sociales. Si buscamos bien, las podemos encontrar cocinando, en la oficina y hasta haciendo el amor.

Particularmente yo, las amo a todas. Y por esa razón, quizás, no me han abandonado nunca. Las encuentro en todos lados, representadas en cualquier cosa. La última vez que vi a una de ellas llegó a mí en forma de iphone. De hecho, sus hermanas  Mac y yo somos inseparables. Pero también las he conocido en las piernas de mi primera novia, en medio de un bosque, flotando en un río, en una parada de autobús, conduciendo por horas en una carretera vacía, en el balcón de un apartamento en la ciudad capital, en un niño pobre limpiando mis zapatos, en medio de la soledad, a las cuatro de la madrugada, con cuatro o cinco tragos de vodka, montando en mi bici, y aunque no lo crean, en mi escritorio.

Las Musas de ahora son más fáciles de encontrar que las de antes. De hecho son media putas. Si quieren comprobarlo, compren una botella de buen vino, vayan a una playa solitaria y luego de varias copas dedíquense a contemplar con detenimiento el movimiento del mar. Les prometo que van a ver a alguna danzando desnuda encima de las olas. Si no la ven, son de esos que no merecen su amor.

A ritmo de JAzZ.

Primera
Mención Premios Funglode 2012

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31 de diciembre. Encerrada en su apartamento, sola, triste y sometida. La ciudad a sus pies celebrando el Año Nuevo, en pleno, quórum total. Ella, abstraída, ajena a esa celebración sin sentido, organiza maquinalmente y sin premura algunos papeles del pequeño archivo acordeón. Un gato maúlla bajo la luna llena, caminando encrespado por su propia sombra, mientras sus huellas, humedecidas por la tenue lluvia de invierno, quedan dibujadas en el viejo cemento de la pared que divide los dos barrios.

Bum, Bum, Bum. Retumban los fuegos artificiales, la metralla estalla en la ciudad, las luces resplandecen en la oscuridad y la niebla y sus tremores se ocultan raudos detrás de la noche. Los ciudadanos se maravillan ante el espectáculo.

El olor ocre se ha esparcido por las calles pesado y frío, templado y seco otras veces, pero siempre ocre. Algunos creen percibir en ese olor la marihuana de sus tabacos, el punto rojo que se desvanece en sus labios. Una ceniza en los zafacones despierta a los mendigos y les recuerda que es el día, el día para la recolección de las sobras. Otros creen que el olor proviene de la mierda en las cloacas. Nada de eso, es solo olor ocre. Ella prepara su quinto vodka tonic. Sus sentidos no parecen responder a ningún estímulo de este mundo. Fluye. Fluye en la soledad de sus pensamientos sórdidos, en su vodka tonic, en el hielo que se deshace sobre el vidrio martillado del vaso barato. Saborea un trago, lo engulle con avidez y piensa en el vacío, ese vacío que ha experimentado incesantemente desde su niñez. Ese que se manifiesta incierto delante de ella en la quinta planta de su apartamento. Otro gato se acerca inocentemente a los predios del primer gato, sus huellas, secas por el largo sueño debajo del zaguán del edificio, parecen flotar en la noche mientras la niebla se deja apuñalar por sus pelos puntiagudos, ásperos, enervados por su miedo a los fuegos artificiales y los gritos de los ciudadanos que se escuchan millas a la redonda. Un disco de Diana Krall se escucha de fondo. Ella lo escucha rítmica, apasionada, montada en los acordes del piano de cola y la voz en el concierto de Montreal. Aspira de nuevo otra patada del tabaco de marihuana. Se desvanece entre los acordes sostenidos por la celestial música negra en voz de blancos. Blanca. Diana Krall es blanca pero lo hace muy bien, piensa. La cola del primer gato se eleva por encima de la pared, de la frontera que lo separa del otro mundo, del otro barrio, danzando en el viento, dibujando una compleja partitura de movimientos que parecen enredarse con las notas de Diana o con los explosivos tambores de los fuegos artificiales, o con el olor ocre, el olor ocre que circunda el balcón de ella.

Sus brazos descoloridos por los meses de encierro se agarran con tristeza de la barandilla del balcón. Sus ojos abatidosse pierden en la nada. Un golpe de brisa le alborota su cabello castaño oscuro moviéndolo como en una escena de Matrix, como si no quisiera crecer, ni ser cortado, ni lavado, ni secado, ni peinado, como si no quisiera ser acariciado, ni vivir. El gato ha visto el otro gato, la pared suda bajo sus patas acolchadas que antes la acariciaban, sus garras se clavan ahora en la espalda de piedra y cemento mientras calculan el próximo movimiento. El segundo gato se tongonea sobre sus caderas cadenciosas, distraído, ajeno a las demostraciones del primer gato, quiere ser cortejado. Es una hembra.

Decenas de orugas y flores estallan en el cielo oscuro y ocre. El olor a pólvora de los fuegos artificiales lo inunda todo, se mete por las narices de los ciudadanos que bailan por el nuevo año, las mechas se queman en fracciones de segundos, los mismos que se descuentan en la cuenta regresiva del reloj que marca las once y cincuenta y cinco, el final de otro año. Bum, Bum, Bum.

El olor ocre se ha vuelto dulce. Ella acerca una silla a la barandilla del balcón de sus sueños, sube tambaleante en ella, el trago de vodka y agua tónica se agita en sus manos, el tabaco consumido, tararea la letra de la pieza que interpreta Diana Krall, danza con el viento, con las luces de los fuegos artificiales, con el olor ocre. Se sueña Diana Krall. El segundo gato se acerca sin miedo al primero, sus pelos peinados, en su sitio, nada de enervamientos innecesarios, el otro la huele, huele su propia inexperiencia, su estupidez, se ruboriza y reconoce el olor a sexo, a ocre, en la gata que se tongonea a su alrededor ronroneando suavemente en su agudo oído. Diana Krall ensimismada en su piano interpretando un blues, su cabello cae suavemente sobre su frente amplia, su ceño fruncido, sus labios humedecidos por la saliva, o la savia del éxito.

Ella bebe de un solo trago su quinto vodka, lanza al vacío el vaso y el vidrio barato corta el viento frío, pone un pie en la barandilla del balcón, luego otro y se para por completo en el borde del cemento pulido que divide la pared de su pasado y de su presente. No hay futuro. La gata rodea al gato y le cruza su cola serpentina por la cara, él pega su cuerpo febril al de ella, ella se empotra en su regazo, ronroneando un jazz de Diana Krall, lo huele, se aleja. El gato la persigue y le cierra el paso, da vueltas a su alrededor, los fuegos artificiales detonan al máximo en lo que parece ser la última manifestación de egoísmo de los hombres, su última guerra, el olor a marihuana es de ocre, los mendigos se hacen mierda en sus pantalones, todo es de oscuro.

Ella grita un nombre al vacío desde el borde del balcón de su apartamento, los ciudadanos celebran un nuevo año, ella salta, los gatos copulan, ella cree escuchar en el aire una respuesta, la música de la ciudad, los fuegos artificiales, el olor ocre, pero el asfalto le recuerda que no puede escuchar, oler, que de hecho nunca ha podido porque siempre ha estado muerta.

Los ciudadanos observan la masa deforme desparramada por el suelo de cemento ahora teñido de rojo. Los gatos maúllan de placer.