A ritmo de Blues

Pimera Mención en Concurso Internacional de Casa de Teatro

600px-Arrow_Odyssey

La Browning 9 mm está correctamente cargada, ready to shoot, como me dijo el gringo al que se la compré, sus quince tiros en la recámara, está frente a mí, la pintura negra brilla como el bigote de una máscara de Guy Fawkes, el inglés aquél que participó en la Conspiración de la Pólvora para derribar al Parlamento con explosivos y asesinar al Rey Jacobo I de Inglaterra, a sus familiares y al resto de la Cámara de los Lores, todo un matatán, esa misma máscara que usó Alan Moore en la película V for Vendetta y que muchos creen que es el original y bien concebido símbolo de Anonymous, qué ingénuos, sin saber que Anonymus se ha aprovechado de toda la publicidad del tremendo éxito de Hollywood para plantear su quille al mundo, pero está bien, el fin justifica los medios y después de todo esos tígueres de Anonymous son de los pocos que se han puesto los pantalones en este mundo, pues bien, decía que tengo mi preciosa Browning 9 mm cargada y aceitadita, bella, hermosa, radiante, justo en frente de mí, mirándome como quien dice “ponte la maldita máscara”, toda ella descansando en mi escritorio, encima de mi libro favorito, uno que para muchos jevitospseudointelectuales es un clásico pasado de moda, una recopilación sin mérito de las mil y una historias cantadas por los los trovadores de la época, fragmentos literarios o iconográficos pertenecientes a otros autores que el muy tigueraso de Homero acuñó en La Odisea, sea lo que sea, ese es mi libro favorito y justo ahí descansa mi pistola, de fondo tengo una musiquita de Eric Clapton, Leila por si acaso, si ‘toy amargao pero finamente, no como ustedes que andan lamiéndose las lágrimas con Roberto Carlos o en su defecto Chepe Chepe, yo no, lo mío siempre ha sido con estilo, cuando estoy medio down me curo con músicos de verdad, Sabina por ejemplo, con sus Amores eternos o 19 Días y quinientas noches o Ahora que, o en su defecto Crema de estrellas o Trátame suavemente o Efecto doppler de Soda Estéreo, el pobre Gustavo ojalá que despierte del estado de coma, pero cuando estoy en depre full un Deseo o un La chica que baila o un Mientras existas, ustedes saben de quién, resulta imprescindible y si Pedrito no está por ahí, entonces me doy Los restos de nuestro amor de Fito, cuando se me brota el comunismo del sesenta y cinco la cosa es diferente, pongo por inercia cualquier cosa de Silvio, Pablito o Mercedes, no importa si son canciones románticas, en esos momentos experimento un tipo de sentimentalismo revolucionario de lo que pudo ser y no fue, como pasa con los buenos amores, y a propósito de los gringos imperialistasmetelasnaricesdondenotienenquemeterla (entiéndase todo lo que sea de lo’ países) Michelle de los Beatles o Woman de Jhon Lennon, Dazed and confused de Led Zepelling, Anthem de Deep Purple o la grandiosa Mercy Mercy me de Marvin Gaye, Love me tender del chulo de Elvis, Shape of my heart de Sting, I wish it would rain down de Phil Collins, Never tear us apart de INXS, como es que se llama esta de Tears for Fears, bueno esa misma, ustedes se preguntarán para qué un párrafo completo (aunque no es un párrafo ya que hasta este nivel de la narración no hay puntos y creo que no habrá) hablando de canciones de amor y pendejadas, es verdad que uno no debe apartarse del hilo narrativo, directo como una flecha disparada hacia el blanco como diría el maestro Bosch que dijo el maestro Quiroga, pero es que son tantas canciones para uno amargarse coolmente que quise aprovechar el momento para recomendarles algunas, llámenle cuento interactivo si quieren, si no me creen hagan la prueba y escuchen alguna sin tener que buscarse un gillet para cortarse las venas, a menos que sea una de Frank Reyes o Aventura, un merenguito de El Prodigio, digo, para no hablar del disco completo de Bachata rosa de Juan Luis o Mudanza y acarreo o en particular De tu boca, es más cualquiera de los boleros de ese león, y por último, a pota, Ella me vivía, Las vampiras, Rosemary, Marola, Anaisa, Vikiana, La novia o cualquiera de las musas de mi ídolo Luis Terror Días, sion papá, Ay ombe, porque yo defiendo lo mío, no es que disque yo soy un snob, disque que vivo a los gringos, no, eso no, a mi me gusta lo mío, lo que pasa es que en cuanto a la música soy selectivo, además qué vaina es, eso de ser nacionalista hasta la tambora tampoco ‘ta, yo soy y seré siempre un ciudadano universal, este mundo está para eso, no para estar con teorías sobre la bandera tricolor ni nada de eso, que si el himno, que si la nación, el verdadero patriota no tiene que estar con toda esa vaina, de hecho, el verdadero patriota a veces ha tenido que sacar los pies y volver armao hasta los dientes para dar la vida por su país, si no pregúntenle a Caamaño o al mismo Duarte que papá Dios los tenga en la gloria, esa vaina me da una cuerda cuando me dicen disque que yo soy un jevito, que lo que vivo es cayéndole atrás a los gringos, yo quisiera que me dejaran media hora con Harry Truman o con George Bush en un cuartico dos por dos que me los voy a comer con yuca, precisamente por eso es que estamos como estamos, por eso es que este maldito país se ha vuelto una mierda, porque ya no hay hombres de verdad, porque se acabó la estirpe dorada de machos de hombres, de esos que dieron su vida para que hoy podamos bebernos una cerveza en la zona colonial frente al maldito Alcazar de Colón y no venga ningún fuckinguardiagusanogendarmedelamierda a llevarnos preso porque sí, eso es lo que pasa, que estamos podridos, que damos asco, que somos una masa repugnante, asquerosa, que da náuseas, que no aguantamos el hedor de nosotros mismos, al punto de que el Grenouille de Patrick Süskind se pegaría un tiro en la misma nariz para no olernos, a ninguno de nosotros, porque todos, todos sin excepción, desde el poder ejecutivo hasta el senado, desde la Secretaría más fútil hasta el más irrisorio organismo del estado olemos a la mierda más nauseabunda que podamos imaginar, incluyéndome a mí, un mísero recién graduado de periodismo que por cuestiones coyunturales, gracias a que mi papá es amigo íntimo del Secretario de Medio Ambiente, terminé en un puesto importante del“Departamento de Comunicación, Prensa y Relaciones Públicas del Comisionado de Apoyo a la Reforma y Modernización de la Justicia”, un título que parece más de uno de los Lores del Rey Jacobo I de Inglaterra que de un estamento del Estado de este paisito y que además tiene a gente tan patética como yo trabajando a medio tiempo, ganando el sueldo de diez o doce obreros, con tarjeta de gastos de viaje, una yipeta Chevrolet Tahoe del año, negra, como todas las que usan los funcionarios pegaos del gobierno y que además está en la lista de los dichosos empleados públicos que van a ser obsequiados con uno de los apartamentos de lujo que el gobierno recién acaba de terminar, “ese soy yo”, como diría Huckleberry Hound, otro energúmeno más que vive de los impuestos y de su pueblo, como si nada, a pesar de que vivo modestamente, sin asistir a las reuniones sociales de mi grupo de trabajo, sin comer en los restaurantes fancy de la capi, sin vestir trajes de treinta mil pesos, a pesar de que rechacé la oferta de tener un chofer para mí, a pesar de que no me he creído lo del puestecito este, es verdad que soy un energúmeno diferente, como me lo recuerdo todas las mañanas cuando voy a la oficina y me topo con el pobre anciano que pide en el semáforo de la Santiago con esquina Pasteur, un hombre que se ve que ha trabajado la vida entera en el campo y que llegó a la ciudad como muchos de los miles de hombres y mujeres que migran hacia aquí en busca del sueño perdido, y entonces yo, el energúmeno dadivoso saco heroicamente una papeleta de cien pesos de mi cartera y la pongo en sus manos temblorosas para luego marcharme complacido de haber cumplido con la acción social del día, ese soy yo, un bondadosoenergúmenodelamierda que se hace el pendejo, pero así no era yo cuando estudiaba letras en la universidad, cuando pertenecía al Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la UASD, en esa época yo era un revolucionario de verdad, no de los que quemaba gomas y devolvía las latas de gas lacrimógeno a los policías, no, yo era de ese incipiente grupo de intelectuales que estaba subiendo, la promesa de la juventud, la clase de hombres que necesitaba el país para enderezarlo por siempre, el nuevo modelo de líder, pero eso costaba mucho trabajo, muchas horas de lectura, mucha escritura, muchas reuniones con el taller, muchas marchas y manifestaciones, muchos sueños, ahora todo es más fácil, sólo soy yo y mi escritorio con dos bandejas de salida y entrada de documentos que siempre están vacías, por eso añadí mi Browning 9 mm al repertorio, ready to shoot, la verdad que esos gringos tienen expresiones cool, ready to shoot, definitivamente el lenguaje inglés es el lenguaje de lo fácil, del ritmo, del soul, es como un blues, como el Still got the blues de Eric Clapton que estoy escuchando ahora, aquí en mi oficina gubernamental, rodeado de toda esta lacra que siempre se ha cuestionado mis gustos, mi way, mi música, esos lambones de mierda que no saben lo que son los valores humanos, lo que realmente es importante en la vida, que no conocen la última realidad, el satori perfecto, que no saben de literatura, ni siquiera de Homero, menos de Homero Pumarol, que no entienden lo que es el verdadero sacrificio, pero yo les enseñaré a ellos, yo y mi Browning 9 mm les enseñaremos lo que es un hombre de verdad, lo que es un héroe anónimo, como lo fue mi padre, un hombre intachable, honrado y comprometido con su sociedad, la facción altruista del partido como le llamé en una ocasión y eso se lo voy a mostrar hoy a esos gusanos, no mañana ni en dos semanas, hoy, será hoy, justo cuando el senado en pleno ocupe sus puestos para la votación final de la modificación de la Constitución y yo, ejecutivo del Departamento de Comunicación, Prensa y Relaciones Públicas del Comisionado de Apoyo a la Reforma y Modernización de la Justicia”, encargado de toda la logística de la rueda de prensa, grabación, edición y convocatoria de todos los medios del país, saque mi Browning 9 mm y ¡BANG, BANG, BANG, BANG! tal y como suenan los tiros en los cómics, especialmente en los de Batman y Dick Tracy y acabe con todos, uno por uno, con todos esos vive bien a costa de hombres como el viejo del semáforo, de mi padre, después que todo un pueblo depositó su confianza en ellos para que los representara y los defendiera en el gobierno, ellos, los intocables, los impunes van a pagar todo lo que han hecho sufrir a su gente, todo lo que han robado, todo lo que han mentido, todo lo que han violado para quedar como lo que debieron ser desde el principio, un colador, un colador de las malas decisiones del gobierno, lo único que esta vez quedarán como un colador de cocina, de esos que se usan para colar la pulpa del jugo de tamarindo que tanto le gustaba a mi papá, tú mismo me vas a aplaudir donde quiera que estés viejo querido, que aunque no soy creyente imagino debe ser el cielo, cuando veas a tu hijo hacer justicia tal y como lo hicieron los héroes con los que siempre te identificaste, esos que defendieron a tiros el honor de la gente buena, los principios, los valores revolucionarios, sí papá, aprendí la lección, tuviste que irte pero la aprendí, hoy voy a acabar con toda esta farsa, hoy voy a demostrarte que sí valgo la pena, que este país vale la pena todavía, déjamelo a mí y a mi Browning 9 mm que los vamos a hacer añicos, cualquiera que me ve en este escritorio no se imagina lo que va a ocurrir, hablando de eso, déjame cerrar la puerta con seguro no vaya a ser cosa que entre uno de estos lamesacos y… pero ven acá, ¿y ese no es el Presidente? ¿y qué hace él aquí? oh, parece que viene para acá, ay coño me jodí y la pistola está encima de…

– ¡Sr. Presidente, qué sorpresa tenerlo por aquí!

– Siento mucho lo de tu padre, vine personalmente a unirme en tu dolor y a decirte que quiero que trabajes directamente conmigo como asistente personal de la presidencia, ya perdí un hombre bueno y no quiero perder otro mientras sea presidente ¿Qué me dices?

– ¿Eh? Lo que usted diga Sr. Presidente, para mí es un honor, siempre he querido…

– Oh, y ese libro de la Odisea, es unos de mis libros favoritos, ¿me lo puedes prestar? Quiero releer el canto XII donde Odiseo ordena a sus hombres que lo amarren para poder escuchar el canto de las sirenas, eso es mágico.

– Claro que sí Sr. Presidente, el libro es suyo.

– Que no se diga más entonces, el lunes te veo en el Palacio. A propósito, está bonita la Bowning 9 mm. Todo un guerrillero como tu padre ¿eh?

Sí Sr. Presidente, muy bonita, con ese negro brillando como el bigote de Guy Fawkes y sus dos cargadores de quince tiros cada uno, es preciosa, qué lástima que no la va a ver en acción, le hubiera gustado más ¿por qué tenía que venir Sr. Presidente? precisamente hoy, todo estaba transcurriendo según lo planeado, el plan perfecto, unas horas más y me lo hubiera agradecido, le hubiera quitado esas lapas de encima para siempre, quizás así hubiera hecho mejor su trabajo, pero en cambio estoy de vuelta a mi escritorio, la Browning 9 mm inquiriéndome a que use la máscara y de fondo el tema Cocaine de J. J. Cale aunque interpretada por el mismo Eric Clapton, qué idónea, pero ya no tengo más remedio que acudir a su llamado ¡es tu amigo papá! no puedo dejarlo plantado, además sabes que él es un buen hombre, los malos son los que están a su alrededor…creo yo ¿qué me dices papá? ¿papá? ¿me escuchas? ¿dime qué hago? todavía tengo la Browning 9 mm y los dos cargadores, yo hago lo que tú me digas viejo, sabes que todo esto lo estoy haciendo para reivindicar la vida de los hombres como tú, de héroes olvidados, de un pueblo subyugado por gusanos que se lo están comiendo vivo ¿dime? no sé qué hacer ¿sigo con el plan o me voy a Palacio? ¿uso los dos cargadores o me convierto en otra larva de estado? ¿dejo que me amarren como Odiseo? ¿papá? ¿papá?

¡BANG!

El pescador romántico

IMG_5845

Aquel día de mucho sol y mar quieto un pescador sentía renacer de nuevo. Estaba sentado en sus cojines de arrecifes esperando por otra presa más cuando vio aquella increíble figura. Jamás en sus años había percibido el mortal tanta belleza reunida. Sus ojos hechos de perlas le miraban fijamente mientras él, como hipnotizado, echaba al agua toda su vida de anzuelos y pescaditos. Entonces desapareció.

Noche por noche aguardaba el pescador ansiosamente el alba para rendir culto a su más preciado tesoro a ver si volvía. Día por día se admiraba de la cautivación que emanaba hacia él esa singular forma de vida que había presenciado. Entre lunas y estrellas se describía constantemente su hallazgo: dos conchas de almeja encubren sus ojos, su pelo, coral negro derretido juguetea graciosamente sobre su rostro mientras la espuma de las olas atraída por su sonrisa, se sumerge desafiando la gravedad para teñir de blanco sus dientes. Sobre su cuello penden decenas de los más variados caracoles unidos por cuidadosas tiras de algas entrelazadas. De vez en cuando le pide a un caballito de mar que pose para ella en una de sus orejitas que no son más que un par de lilas enrolladas. Y sus senos, sus senos parecen esculpidos por la paciencia de un reloj de arena; en sus cimas descansan un par de diminutas esponjas que crecen con el frío de las aguas profundas o simplemente con el roce de un pececillo intrépido, cuando esto pasa su piel se transforma en escamas. Su cuerpo, no se qué pensar -rememoraba- habrá sido un milagro del dios de los mares o la resaca de las corrientes submarinas que dibujaron sus curvas. Sus brazos y tiernas manos hechas de estrellas de mar recién nacidas, acostumbran a danzar con el viento. Sus piernas reflejan con el sol los colores de la aurora y están unidas por una gran aleta acorazonada. Al nadar despierta con sus movimientos la pasión de cualquier ser con vida, incluso la de los corales más fríos y secos que corren al verla para formar coronas en torno a su cabeza.

El pescador dormía despierto al escuchar en su mente la melódica voz de acordes y sostenidos de aquella sirena, que le insinuó confusamente su amor aquella tarde en el mar. Ya no pescaba más y su antigua caña se había convertido ahora en lápiz que trataba de esbozar con líneas de arena el amor de su vida. En vano buscaba entre mareas alguna pista que le llevara a su última realidad.

Un día como el primero, acudiendo a un irresistible llamado, el pescador abandonó su hogar de arrecifes para unirse a su sueño encontrado.

Nunca más volvió a saberse del pescador y sus visiones. En su lugar, dejo la mochila con un mensaje escrito que decía: el amor de una sirena me ha pescado. Y dicen que cuando el alba despliega sus primeras espigas de luz sobre la mañana, suelen verse en el mar dos siluetas de incomparable belleza revoloteando entre las olas y emitiendo melódicas voces de acordes y sostenidos, como si estuvieran intercambiando palabras de amor.

Caso No.144

ladron

Primer Lugar Concurso de Cuentos Radio Santa María

– ¿En qué podemos servirle? Le preguntó el policía de turno.

Ella lo miró todavía temblando, tratando de disimular su nerviosismo y le contestó trémula:

– Quiero hacer una denuncia.

– No hay problema – le respondió el escribiente mecánicamente, con ese tono de revólver treinta y ocho enmohecido que ha perdido la cuenta de cuantos ha matado y no repara a quien tiene en la mira – para estamos aquí en la policía, para servirle… y mucho más a mujeres lindas como usted.

Ella vaciló y casi se marcha pero se envalentonó y devolviendo la mirada desafiante del policía le dijo:

– Si pero yo quiero que sea otro que me atienda por favor.

– Bueeeno, ahí si me la puso difícil, yo creo que usted se equivocó de institución. Esto no es un hotel, esto es un cuartel de la policía y el único que puede tomarle la orden soy yo.

– Yo quiero hablar con el jefe de usted – replicó ella mostrando determinación pero sintiendo como se resquebrajaba su fina coraza de cristal.

– El comandante quiere usted decir; él está en su hora de almuerzo.

– Pero son las cuatro de la tarde.

– Ah, es que el comandante es un hombre muy ocupado y come a deshoras.

– Buenos días señora ¿qué es lo que pasa sargento?

– Si señor, respetuosamente señor, es que…mire teniente la señora vino a poner una denuncia pero quiere que la atienda otro y yo le dije que esto no es un hotel que…

– Sargento Ramírez, usted sabe que estamos para servir, váyame a buscar un café a la esquina que yo la atiendo, y que venga caliente …

– Respetuosamente señor, usted sabe que soy responsable de lo que se escriba en ese cuaderno, todavía no ha llegado el otro escribiente y…

– Le estoy diciendo que me busque un café que yo atiendo a la señora, necesita que le diga algo más o ¿quiere que hable con el coronel para esta pendejá?

– No señor, lo que usted diga señor, ahora mismo le traigo el café (coño siempre le he caído mal a este teniente hijo de puta…pero así son estos santurrones de la mierda, nunca entran en ’na, como si el sueldito este dé pa’algo.) ­– y mientras se marchaba descargó la mirada de revolver en los ojos de la mujer, como quien dice, nos vemos ahorita.

– Vamos a ver señora, ¿cuál es su nombre?

11 de Noviembre del 2009, la señora urania castellanos, cedula 001– 03457685– 9, recidente en el setor de la sona unibersitaria, calle doctol piñeiro No. 16, apartamento 3– b, se presento a este destacamento para poner la siguiente denuncia. Segun ella, a las siete de la noche, iva caminando por la calle felix maria del monte, desde el centro de la cultura de ver una espocicion colectiva de pintura y iva caminando hacia la bolíbar para coger un carro público que la llevara a su casa. Según la señora castellanos iva pensando en los cuadros de la espocicion y en particular en uno de ellos que se diferenciaba de los demas por ser el unico retrasto de la espocicion. Ademas le llamo la atension por que aunque era un retrasto este no tenia cara…

– Sra., excúseme, yo sé que esta nerviosa, pero tiene que narrar sólo los hechos. Para tomarle la denuncia tiene que contarme solo los hechos ocurridos.

– Pero eso es lo que estoy haciendo, siga escribiendo para que entienda lo que me pasó.

– Bueno. Siga entonces.

Iva ella pensando en las muchas caras que podia tener la pintura, en que definitivamente era un retrasto femenino, en que podia ser tanto de una mujer joven como el de una mujer de edad, o el de una niña, que incluso podia ser el retrasto de ella misma. Mientras iva caminando, dice ella, penso que el retrasto podia ser el retrasto de su madre, o el de su abuela, o incluso el de su hija y no sabia porque sentia esto, porqué podia ver el rostro de una mujer en este retrasto sin cara, y penso que el artista estaba pintando a todas las mujeres, a todas las mujeres del pais, del mundo, incluso a la parte femenina de el mismo, (porque el pintor era un hombre) y le paresio un cuadro increíble…

– Señora, perdóneme pero tiene que ser mas precisa, esto no es un cuento de Juan Bo, es una denuncia policíaca.

– Bueno y que usted quiere, todo esto es parte de lo que pasó. Pero siga escribiendo que ahora es que viene lo bueno.

Depues de caminar un par de cuadras pensando incansablemente en el retrasto de aquella mujer de innumerable rostros, persibio la presencia de alguien detrás de ella. Cuando miro hacia atra no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que era casi de noche y que estaba caminando sola en medio de un lugar desconocido. Y según ella se sintio sola. Quiso estar acompañada de los muchos rostros conocidos que estaban plasmados en aquel retrasto sin cara pero por mas esfuerso que iso para traerlos a su mente no aparecieron. Entonces segun la señora castellanos se sintio mas sola que nunca. La señora castellanos siguio caminando hacia la mencionada calle y entonces escucho unos pasos detrás de ella. Ella se biro para ver si veia a alguien pero no vio a nadie, solo escuchaba los pasos. Dice ella que acelero el paso y que de la misma manera los pasos que la seguian aceleraron el ritmo. Doblo una esquina para ver que ocurria y dice ella que los pasos desaparecieron. Penso de nuevo en el retrasto y se le antojo que el pintor la habia pintado a ella, pero cómo, si ni siquiera la conocia. Los pasos aparecieron de nuevo y ahora paresian estar mas cerca. Ella se viro y pudo distinguir una silueta entre los difuminados claroscuros de las jabillas que insistian en cubrir la luna nueva. Ahora estaba segura de que alguien la seguia. El cuadro se le esfumo de la mente. Ella acelero. Los pasos paresian estar justo detrás de ella casi tocando sus talones pero cuando miro hacia atrá, dice ella, que inesplicablementes vio la misma silueta a la misma distancia, como si no hubiera avansado. Quisas es mi mente, pensó la señora Castellanos. Una cuadra antes de la mensionada bolibar se dio cuenta de que solo se oian los pasos de su perseguidor, de que sus propios pasos habian desaparecido. Dice la señora castellanos que sentia que algo iva a suceder y que estaba mas sola que nunca. Comenso a correr pero casi no avansaba, dice ella que era como en un sueño, ella se quedaba sembrada en el mismo lugar mientras el perseguidor se acercaba cada vez mas rapido…

– Señora, lo mismo otra vez. O me narra sólo los hechos o no sigo escribiendo.

– Está bien, está bien,

Y dice ella que antes de llegar a la mencionada calle, en una zona donde los arboles cubren casi por completo la penumbra de la noche, la silueta desaparecio de nuevo. Cuando volvio la vista hacia delante, alibiada porque el sospechoso habia desaparecido, sintio un jalon grandisimo que la tumbo al suelo. Cuando se repuso de la caida vio a un hombre que corria en la direccion de la misma calle mencionada con su cartera en la mano. Intento caerle atras pero el hombre corria mucho y no pudo alcanzarlo. Lo unico que pudo ver del sospechoso era que era blanco, como esos jabaos de constanza, con pelo corto y que llebaba una camisa amarilla. Se levanto todavía media confusa y siguió caminando sin rumbo, recordo que habia un destacamento cerca (que era este) y decidio poner la denuncia.

– ¿Y que mas señora castellanos?

– Seguí caminando por la avenida Bolivar pensando en mil cosas a la vez; en el dolor que tenía en el brazo derecho, en que no tenía dinero para regresar a mi casa, aunque por suerte tenía poco efectivo en la cartera, en que tenía que llamar cuanto antes para cancelar la tarjeta de crédito, en los documentos, la cédula nueva, el carnet del seguro… ¡la libreta de ahorros! tenía que llamar al banco para avisar lo del robo, la foto de mi hijo, el rimel que acababa de comprar, en el jabao de la camisa amarilla, que aunque no le había visto la cara sentía que podía identificarlo . Estaba pensando en todo esto y me volvió a la mente el retrato de la exposición y todas las mujeres que había en esa cara sin cara.

y dice ella que el retrasto volvio a aparecer en su mente, y que por primera ves veia un rostro en él: era el de ella. Siguio caminando runbo al mencionado destacamento para poner la denuncia. entro por la puerta todavia un poco mareada por la violencia con que el ladrón la jalo, o quisas por la impresión, ella no sabe, y cuando se dirigio al escribiente que estaba de turno y vio que era un jabao con camisa amarilla…

Los Meakambut

meakambut

El primer ministro de Papúa Nueva Guinea recibió los representantes de los dos grupos. Uno era el enviado del gran consorcio internacional de mineros. El otro, un anciano en taparrabos, con plumas amarillas en la cabeza y florecitas silvestres incrustadas en su arremolinada barba, representante de la última tribu nómada en el mundo, Los Meakambut.

 El primer ministro da la palabra al ejecutivo del consorcio minero.

 – Nuestra industria es la más grande y productiva del país. La inversión de nuestra corporación asciende a miles de millones de dólares, haciendo de esta la mayor inversión extranjera en los últimos cincuenta años. Hemos elevado el producto interno bruto a más de un treinta y ocho por ciento, y los ingresos por concepto de importaciones han aumentado en un cincuenta y cinco por ciento. La economía de Papúa Nueva Guinea ha crecido en total un 13.5 por ciento luego de nuestra gestión en el mercado minero. Por tanto:

1- Solicitamos frenar las protestas de la tribu Meakambut, salvajes al fin que lo único que han hecho es acabar con los animales y los recursos de la selva en sus viajes nómadas.

2- Solicitamos la disminución de los impuestos a las compañías mineras del dieciséis por ciento al dos por ciento anual.

3- Solicitamos que se acepte la firma de contrato para la extracción del cobre y el oro dentro de las demarcaciones de lo que hoy se denomina “Territorio Meakambut”.

 El aplauso dominó todo el salón del palacio de gobierno. Las sonrisas de la mayoría de los delegados y miembros del gabinete, incluyendo la del primer ministro cerraron con broche de oro la intervención del alto ejecutivo. Luego de algunos saludos, aplausos y palmadas en la espalda, el primer ministro señaló al indígena. Ulapunguna, el representante de los Meakambut no reía. Impertérrito, el anciano se mantenía de pié, luego de escuchar con humildad la ponencia del ejecutivo de boca del traductor. Las miradas de saco y corbata se posaron en el hombre del taparrabos. Su anacrónica figura provocó un silencio sepulcral en el salón del palacio.

 Ulapunguna comenzó a hablar en un lenguaje que parecía la misma voz de la selva, una mezcla de sonidos guturales que salían armoniosamente de su boca, acompañados de suaves gestos de sus manos callosas y curtidas. El traductor, un etnógrafo inglés que vivió con la tribu por diez años, y publicó un documental de la vida de los Meakambut, interpretó al anciano.

– En el principio, Api, “el espíritu de la Tierra” llegó al bosque donde habitamos y encontró ríos y peces y cerdos y grandes árboles altos de Sagú. Pero no habían hombres. Entonces Api pensó que ese sería un buen lugar para los hombres. Abrió una grieta en el techo de la cueva Kopao y de ella salieron muchos pueblos de hombres. El último de ellos fue mi pueblo, los Meakambut. Desde entonces este ha sido nuestro hogar. El hombre blanco ha traído grandes animales de hierro para perforar las entrañas de Api. Ha talado los grandes árboles de Sagú y ha envenenadolos ríos. El hombre blanco ha traído las enfermedades a nuestro hogar y ahora morimos fácilmente.

La voz de Ulapunguna retumbaba en la cámara abovedada del recinto, parecía salir de todos lados, grave y musical. Los prohombres del lugar escuchaban embelesados al anciano, como seducidos por su voz milenaria y misteriosa. Ya no les parecía tan fútil.

– El hombre blanco ha hecho mucho daño al “espíritu de la Tierra”. Cada vez que encienden sus grandes animales de hierro, el cuerpo de Api tiembla y su grito se oye en toda la selva. Los Meakambut lloramos cada vez que esto sucede.

Los Meakambut no quieren pelearse con el hombre blanco, los Meakambut quieren paz. Pero los Meakambut quieren vivir.

– Y cómo van a vivir si no permiten que el desarrollo llegue a ustedes – lo interrumpió el ejecutivo – van a seguir cazando y comiéndose lo poco que queda en la selva?

Un murmullo se esparció como un virus en el amplio salón.

– Nuestro pueblo no puede asentarse en un solo lugar porque la comida es cada vez más escasa. Casi no hay cerdos que cazar, ni ríos donde pescar – respondió en su defensa Ulapunguna.

Al directivo empresarial le brillaron los ojos, mientras miraba de soslayo al primer ministro.

– Pero precisamente eso es lo que queremos, ayudarlos. Tenemos los recursos necesarios para que su pueblo no pase hambre y vivan en mejores condiciones.

El autoritario tono de voz del representante del consorcio minero parecía ahora más humano y hasta compasivo.

– Nosotros entendemos que ustedes son un pueblo bueno y que debemos proteger. Ustedes son un pueblo trabajador que necesita el apoyo de la clase superior como nosotros. Además ustedes son parte esencial para la cultura de Papúa Nueva Guinea. Y eso lo valoramos. Pero para cubrir los costos de la inversión que hemos hecho en este país – mirando fijamente al primer ministro – tenemos que seguir extrayendo minerales de las minas. Y eso incluye su bosque. Diga pues, cuál es la necesidad de su pueblo, lo que sea, por más grande que lo considere, nosotros se lo concederemos.

El murmullo cesó. El traductor terminó de traducir la última frase del hombre de saco y corbata con lágrimas en los ojos.

El anciano de la tribu escuchó atentamente y luego permaneció en silencio, un silencio similar al que hubo antes de que nacieran los primeros pueblos de la grieta abierta por Api.

Ulapunguna mantuvo su cabeza hacia el suelo en posición reflexiva. Los prohombres del gobierno se miraban entre sí. Un ligero murmullo iba aumentado como la fiebre que diezmaba el pueblo de Meakambut. El ejecutivo sonreía al primer ministro. El etnógrafo inglés, a su vez, lo fulminaba con una mirada.

Finalmente, Ulapunguna levantó la cabeza, miró a su alrededor, como tratando de encontrar a Api entre los presentes, y llenándose de orgullo habló.

– “Nosotros, el pueblo de Meakambut, dejaremos de cazar y de movernos siempre y de vivir en las cuevas de las montañas, si el gobierno nos da una clínica de salud y una escuela y dos palas y dos hachas, de modo que podamos construir casas”.

El ejecutivo del consorcio minero sonrió satisfecho mientras animaba al primer ministro a contestar la petición. El primer ministro, al principio un poco confundido, luego conminado por la mirada amenazante del alto funcionario extranjero, pronunció dos palabras casi inaudibles a uno de los más nobles hijos de su pueblo.

– Considérelo hecho.

El etnógrafo inglés no se dio cuenta de lo que había traducido hasta escuchar la última palabra del primer ministro. Entonces se llevó las manos a la boca y lloró. Los había sentenciado.

Entonces

IMG_2256Entonces, “para que no pudiera decir sus últimas palabras, lo mataron en el acto pegándole un tiro […]”. Recuerdas ese cuento de Cortázar. Claro que tienes que recordarlo. Tú fuiste el que apretó el gatillo. Recuerdas su cara de terror, sus ojos revirados hacia la Santísima pidiendo perdón y clamando por una nueva oportunidad; sus manos esposadas, ensangrentadas, resbalando clamorosamente por tu brazo frío y apático de verdugo; su boca de tilapia abierta de par en par dejando escapar temerosamente su último halo de vida, su último hilo de baba que no reparaba en el más mínimo intento de dignidad cuando caía por sus labios morados de miedo y de frío. Pero a ti no te importaba. Por tus venas no corría sangre como las de ellos. Tus venas estaban vacías, en una oquedad absoluta y universal que no admitía fluidos de ningún tipo, sólo el vacío. Por eso tus subalternos decían aquello de que si te pinchaban no botabas ni una sola gota de sangre. Y tú lo sabías. Por eso gozabas cuando torturabas a alguno de esos infelices y veías su sangre brotar a cántaros de sus heridas abiertas. “Buen trabajo” te decías. Porque eso sí, aparte de todo era un trabajo y tenía que hacerse bien. ¿Qué le ibas a hacer? A ti nadie te tenía que explicar cómo y cuándo se tenían que hacer las cosas. Las órdenes llegaban a ti por la indirecta causalidad de las cosas, por un simple “y todavía está vivo”. De todas las asignaciones militares que te correspondían ésta era tu preferida. La de cazar y aniquilar lentamente al enemigo. Y tú lo sabías. Por eso eras tan bueno en este trabajo.

 Entonces, cuando le vieron la cara con la estrella en la boina se le encasquillaron los fusiles y nadie pudo disparar.

– ¡Vamos, disparen que es a un hombre de verdad que van a matar! – Dijo el guerrillero.

Recuerdas esa leyenda. Claro que la tienes que recordar. Fue entonces cuando tuviste que arrebatarle el Máuser a uno de los del pelotón para acribillarlo frente a la mirada trémula de tus hombres. Pero qué iban a saber ellos de matar a un hombre, mucho más a un héroe que ellos mismos admiraban y temían y era venerado en la mitad del continente. Ellos tenían demasiada sangre y no daban para eso. Pero admítelo, cuando lo viste tirado en el piso colando la tierra entre sus poros ametrallados por tus proyectiles le temiste más que nunca. ¿Verdad? No fueron pocas las noches que te desvelaron sus ojos negros, apuñalándote con su mirada de ballesta mientras te retaba a enfrentarte sólo con él en la oscuridad de tus pensamientos sórdidos. Fue en una de esas noche que lo hiciste inmortal.

Al amanecer era otra la historia. Tus venas vacantes te exigían sangre y entonces…

Entonces, a los trece días de que ellos abandonaran la embarcación y los caracoles en la playa dejaran de sonar bajo sus zapatos húmedos de sueños, tú comandaste el operativo para encontrarlos y te ocupaste personalmente de dar la orden de fusilamiento ahí en Nizaíto. Por fin tenías al coronel en tus manos, tu presea encontrada y merecida. Ahora que lo veías no tenía nada de héroe, era otro guardia más igual que tú. Pero había algo en él que te deleitaba, algo supremo; y sentías que el destino te había convertido irrevocablemente en un Judas y que también serías parte de la historia; siempre te habías identificado con este personaje bíblico. Sin embargo eran otros tiempos, por eso tenías que dejar que otro hiciera el trabajo sucio para dedicarte por completo a contemplar el trabajo, arrebatado, en estado de éxtasis por el olor a sangre, el sabor de la pólvora penetrando la carne y las detonaciones de los fusiles, ahí sentado en palco, obnubilado por tu obra, viendo caer otro ídolo incuestionable, otro símbolo universal que te daría finalmente tu merecido lugar en la historia. Y eso que nunca fuiste partícipe de la delegación, porque eso te obligaba a confiar, y tanto tú como yo sabemos que no confías ni en tu madre.

Pero ese día te merecías otro de esos momentos sublimes.

Sin embargo no siempre ganaste. Cómo te molestaba eso de perder. ¡Qué vergüenza frente a los superiores cuando las cosas no salían paso por paso como las planeabas! (o como te lo ordenaban).

 Entonces aquel once de septiembre (no el de los gringos), mirabas desde la otra cara de la Moneda cómo era destruido por el fuego implacable de las bombas aéreas y los tanques de guerra el edificio de gobierno que albergaba a los malditos comunistas, en especial al de los lentes con la montura negra y cuadrada y el bozo tupido. Aquel orador innato que fascinaba a las multitudes. Cómo ansiabas acallar su voz.

Después que pasó el bombardeo, te filtraste entre los cuerpos y los escombros de la libertad que tanto odiabas para hacer lo que mejor sabías hacer, y fue entonces cuando lo viste. Estabas acostumbrado a ver las vísceras fuera de sus barrigas, y la carne abierta, y los órganos y miembros desparramados y divididos de su tronco, pero cuando lo viste te dio náuseas, cuando viste su masa cerebral untada en la pared y los lentes cuarteados encima del escritorio como testigos del hecho, burlándose de ti. A pesar de que podías comer ávidamente frente a los restos de tus enemigos sin remordimiento de estómago ni de conciencia, te sentiste asqueado. No lo reconociste de inmediato porque estaba sin cara, pero poco a poco se te fue materializando y entonces lo viste allende, ahí en un salón que respiraba independencia, sentado frente a ti con la ametralladora AK en sus manos. Aunque no tenía cara, lo viste sonreírte. Tenías ganas de vomitar. No te dejó terminar el trabajo. La muerte se te anticipó.

Habías perdido de nuevo y no te gustaba para nada. En días como esos te paseabas nervioso de un lado para otro con un cigarrillo en la boca y las gafas oscuras, más oscuras que nunca, abarcándote entero. Parecías un perro infectado de la rabia. Algunos pensaban que sentías miedo a tus superiores, pero tú nunca fuiste un cobarde. Nunca temiste a los hombres. Lo que opinaran los jefes era asunto de ellos. En realidad, tú miedo era diferente. Sentías miedo a fallar, a dejarte ganar por esos soñadores de la mierda. Pero sobre todo le tenías miedo a la causa.

 En esos días, tus gafas oscuras te delataban siempre. Eran parte de un atuendo histórico que comenzaba a verse anticuado y de mal gusto. A ti no te importaba. Cada vez que salías a trabajar te los ponías y te escondías falazmente debajo de ellos al igual que los superhéroes de los comics lo hacen con sus trajes de hule cuando salen a salvar gente. En el caso tuyo, a matarlas. Y tú creyendo que nadie te conocería. Pensabas estúpidamente que tu mimetización era un escondite perfecto para escurrirte entre todos y encontrar a esos soñadores de la mierda. ¿Cómo no podías darte cuenta de que el disfraz ya no engañaba, que nadie se lo tragaba, que se estaba convirtiendo en una ofensa a las nuevas corrientes de moda? Parece que tu sed de sangre no te permitía ver la realidad que te circundaba. ¿O sería tu incredulidad respecto a la transformación? Nunca fuiste partidario de los movimientos reformadores y del nuevo pensar. Siempre fuiste conservador en ese sentido, tradicionalista por defecto; y así permaneciste toda tu vida.

 Entonces las apresaron cuando venían de visitar a sus esposos de la fortaleza, las llevaron a aquella carretera en la montaña y allá en la cumbre tú diste las órdenes de detener el jeep. Uno de tus secuaces vio el terror en los ojos de la más pequeña y te recomendó que las separaran para que no presenciaran la muerte de las otras, como cuando se va a matar a un chivo. Aceptaste la recomendación de mala gana. Te irritaba la flojera de esos pendejos que no daban ni para matar a tres indefensas mujeres, pero al mismo tiempo sabías que tu aptitud fría y perversa podía intimidar aún más a tus hombres, haciendo que se negaran a llevar a cabo sus órdenes y hasta desertaran; entonces, por el bien de la misión, les ordenaste a dos de tus compañeros que se hicieran cargo de dos de las hermanas por separado, mientras tú te ocupabas de la menor. Por supuesto, mientras más inerme te tocaran las víctimas, mejor. No porque tuvieras miedo a la lucha, porque he dicho anteriormente que no eres cobarde, sino por el hecho de oler el miedo en tus víctimas, de ver el terror reflejado en sus ojos, de oír sus súplicas. Por eso escogiste a la más joven.

Me parece ver cómo levantaste una y otra vez el mazo para desfigurar su bello y heroico rostro. Fueron unos golpes secos y limpios. Hubieras querido que su cuerpo endeble resistiera un poco más para alargar tu gozo y verla debatirse entre tus manos viles y desalmadas. Pero el destino quiso lo contrario y murió justo después del segundo. Cuando terminaste con ella, la arrastraste hasta el vehículo y luego te ocupaste del infeliz que las acompañaba. El no significó nada para ti.

Cuando metieron sus cuerpos inertes de vuelta al vehículo, oíste los quejidos de una de las hermanas. Te decía: “Nunca moriremos”. El resto es historia.

 Han pasado muchos años y casi no recuerdas aquellos días gloriosos. Todavía sigues con tus gafas oscuras, con tu porte de esbirro anticuado. Tienes suerte porque ahora es cuando más te ha encubierto tu disfraz. Nadie te conoce cuando te sientas en el parque a lustrarte los zapatos. Tampoco cuando cruzas alguna calle de Bolivia de la mano de algún niño y sus ojos te miran ingenuos a través de los cristales oscuros buscando tu pasado. O cuando piropeas a la secretaria del médico y ella sonríe diciéndote: “Se ve que usted no era fácil”. Si ella supiera. Ni siquiera tu médico de Nizaíto, que te conoce desde hace más de veinte años, ha podido ver detrás de tus ojos moribundos, mientras te daba los primeros auxilios después de tu segundo infarto. El conoce tu corazón pero no tu alma. Cuando alguien te ve solo y apesadumbrado en el asilo, no te conoce. Nadie te conoce cuando haces tus caminatas matutinas en la Alameda. Como tampoco se dan cuenta de quién eras al verte tendido en el ataúd, “en paz con Dios”. Ni siquiera yo me di cuenta de quién eras cada vez que pasaba frente a tu casa de Puerto Plata y te veía sentado pacíficamente en la mecedora, en tu terraza, en tu brillante atuendo histórico, dando la impresión de haber vivido una vida digna y ejemplar.

Ahora, no importa en qué país latinoamericano estés, si estás en el campo o en la ciudad, si caminas o estás paralítico, si has muerto o estás por morir, si vives feliz junto a tu familia o solo y abandonado, ahora pasas más desapercibido que nunca detrás de esas inconfundibles gafas oscuras. El que entró a tu casa, aquel día en que podabas las flores de tu jardín, un pasatiempo al que te volcaste en tus años de vejez como para redimirte de tus pecados, él tampoco te conoció.

 “Entonces lo apuñaló varias veces en el pecho, y al salir con el poco efectivo que encontró y algunos objetos de valor lo remató con un viejo garrote que encontró parapetado en un rincón de la casa, como si fuera una pieza de museo, mientras oía que el anciano musitaba: “no puedo morir así. . .”

A ritmo de JAzZ.

Primera
Mención Premios Funglode 2012

r169_457x256_3803_The_Flow_2d_surrealism_girl_woman_portrait_picture_image_digital_art

31 de diciembre. Encerrada en su apartamento, sola, triste y sometida. La ciudad a sus pies celebrando el Año Nuevo, en pleno, quórum total. Ella, abstraída, ajena a esa celebración sin sentido, organiza maquinalmente y sin premura algunos papeles del pequeño archivo acordeón. Un gato maúlla bajo la luna llena, caminando encrespado por su propia sombra, mientras sus huellas, humedecidas por la tenue lluvia de invierno, quedan dibujadas en el viejo cemento de la pared que divide los dos barrios.

Bum, Bum, Bum. Retumban los fuegos artificiales, la metralla estalla en la ciudad, las luces resplandecen en la oscuridad y la niebla y sus tremores se ocultan raudos detrás de la noche. Los ciudadanos se maravillan ante el espectáculo.

El olor ocre se ha esparcido por las calles pesado y frío, templado y seco otras veces, pero siempre ocre. Algunos creen percibir en ese olor la marihuana de sus tabacos, el punto rojo que se desvanece en sus labios. Una ceniza en los zafacones despierta a los mendigos y les recuerda que es el día, el día para la recolección de las sobras. Otros creen que el olor proviene de la mierda en las cloacas. Nada de eso, es solo olor ocre. Ella prepara su quinto vodka tonic. Sus sentidos no parecen responder a ningún estímulo de este mundo. Fluye. Fluye en la soledad de sus pensamientos sórdidos, en su vodka tonic, en el hielo que se deshace sobre el vidrio martillado del vaso barato. Saborea un trago, lo engulle con avidez y piensa en el vacío, ese vacío que ha experimentado incesantemente desde su niñez. Ese que se manifiesta incierto delante de ella en la quinta planta de su apartamento. Otro gato se acerca inocentemente a los predios del primer gato, sus huellas, secas por el largo sueño debajo del zaguán del edificio, parecen flotar en la noche mientras la niebla se deja apuñalar por sus pelos puntiagudos, ásperos, enervados por su miedo a los fuegos artificiales y los gritos de los ciudadanos que se escuchan millas a la redonda. Un disco de Diana Krall se escucha de fondo. Ella lo escucha rítmica, apasionada, montada en los acordes del piano de cola y la voz en el concierto de Montreal. Aspira de nuevo otra patada del tabaco de marihuana. Se desvanece entre los acordes sostenidos por la celestial música negra en voz de blancos. Blanca. Diana Krall es blanca pero lo hace muy bien, piensa. La cola del primer gato se eleva por encima de la pared, de la frontera que lo separa del otro mundo, del otro barrio, danzando en el viento, dibujando una compleja partitura de movimientos que parecen enredarse con las notas de Diana o con los explosivos tambores de los fuegos artificiales, o con el olor ocre, el olor ocre que circunda el balcón de ella.

Sus brazos descoloridos por los meses de encierro se agarran con tristeza de la barandilla del balcón. Sus ojos abatidosse pierden en la nada. Un golpe de brisa le alborota su cabello castaño oscuro moviéndolo como en una escena de Matrix, como si no quisiera crecer, ni ser cortado, ni lavado, ni secado, ni peinado, como si no quisiera ser acariciado, ni vivir. El gato ha visto el otro gato, la pared suda bajo sus patas acolchadas que antes la acariciaban, sus garras se clavan ahora en la espalda de piedra y cemento mientras calculan el próximo movimiento. El segundo gato se tongonea sobre sus caderas cadenciosas, distraído, ajeno a las demostraciones del primer gato, quiere ser cortejado. Es una hembra.

Decenas de orugas y flores estallan en el cielo oscuro y ocre. El olor a pólvora de los fuegos artificiales lo inunda todo, se mete por las narices de los ciudadanos que bailan por el nuevo año, las mechas se queman en fracciones de segundos, los mismos que se descuentan en la cuenta regresiva del reloj que marca las once y cincuenta y cinco, el final de otro año. Bum, Bum, Bum.

El olor ocre se ha vuelto dulce. Ella acerca una silla a la barandilla del balcón de sus sueños, sube tambaleante en ella, el trago de vodka y agua tónica se agita en sus manos, el tabaco consumido, tararea la letra de la pieza que interpreta Diana Krall, danza con el viento, con las luces de los fuegos artificiales, con el olor ocre. Se sueña Diana Krall. El segundo gato se acerca sin miedo al primero, sus pelos peinados, en su sitio, nada de enervamientos innecesarios, el otro la huele, huele su propia inexperiencia, su estupidez, se ruboriza y reconoce el olor a sexo, a ocre, en la gata que se tongonea a su alrededor ronroneando suavemente en su agudo oído. Diana Krall ensimismada en su piano interpretando un blues, su cabello cae suavemente sobre su frente amplia, su ceño fruncido, sus labios humedecidos por la saliva, o la savia del éxito.

Ella bebe de un solo trago su quinto vodka, lanza al vacío el vaso y el vidrio barato corta el viento frío, pone un pie en la barandilla del balcón, luego otro y se para por completo en el borde del cemento pulido que divide la pared de su pasado y de su presente. No hay futuro. La gata rodea al gato y le cruza su cola serpentina por la cara, él pega su cuerpo febril al de ella, ella se empotra en su regazo, ronroneando un jazz de Diana Krall, lo huele, se aleja. El gato la persigue y le cierra el paso, da vueltas a su alrededor, los fuegos artificiales detonan al máximo en lo que parece ser la última manifestación de egoísmo de los hombres, su última guerra, el olor a marihuana es de ocre, los mendigos se hacen mierda en sus pantalones, todo es de oscuro.

Ella grita un nombre al vacío desde el borde del balcón de su apartamento, los ciudadanos celebran un nuevo año, ella salta, los gatos copulan, ella cree escuchar en el aire una respuesta, la música de la ciudad, los fuegos artificiales, el olor ocre, pero el asfalto le recuerda que no puede escuchar, oler, que de hecho nunca ha podido porque siempre ha estado muerta.

Los ciudadanos observan la masa deforme desparramada por el suelo de cemento ahora teñido de rojo. Los gatos maúllan de placer.

«Diablo me voy contigo»

El cuerpo colgado de Prebisterio Arias fue encontrado por su hermana cuando se levantó en la mañana a barrer el patio. Nadie entendió por qué lo hizo. No en su caso, siendo un hombre tan tranquilo y moderado.

La vida de Prebisterio Arias era como la del cualquier viejo pobre de ochenta y un años en un país como el de nosotros. Se había dejado de su mujer hacía más de veinte años, sus ocho hijos, todos de un matrimonio, eran ya hombres y mujeres y se la buscaban más o menos bien, no eran modelos de la sociedad, pero a excepción del chiquito, que había caído preso un par de veces por robos menores, eran trabajadores y de vez en cuando le dejaban caer sus chelitos. Prebisterio Arias era conocido por su seriedad y honestidad, nunca hizo lo mal hecho y nunca dejó de pagar una deuda. De hecho, el préstamo de los cincuenta metros donde construyó el rancho que habitaba, que fue el último que hizo en su vida, lo acababa de pagar hacía una semana. Ahí vivía sólo, en un tugurio hecho de cuantas cosas se pueda uno imaginar, desde latas de aceite Crisol, cartón, pleibú, hasta tablas de palma y dos o tres hojas de sin de medio uso que se había granjeado en sus buceadas por los barrios aledaños y que utilizó para mal tapar el techo. Por supuesto, el piso era de tierra y no tenía energía eléctrica. La reducida propiedad estaba situada en un arrabal en la parte sur de la ciudad, una colmena humana llena de cientos de cuchitriles que se hacinaban en torno a una enmarañada red de callejones por donde correteaban los carajitos con el binbin afuera, o donde la policía correteaba semanalmente a los pequeños traficantes de los puntos de droga. Parecía que en ese lugar todo el mundo estaba corriendo, con una prisa eterna, todos indefectiblemente involucrados en una especie de premura vacía, como si hubieran hecho algo malo, o como si le debieran a alguien. Todos menos Prebisterio Arias, que era el hombre más parsimonioso y sereno del barrio. Cuando entré por primera vez a ese patético laberinto de miseria, el día que fui a cubrir la noticia de su suicidio, más que a un barrio, me pareció estar entrando por un callejón al infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco.

Prebisterio Arias vivió los últimos años de su vida repasando conucos y vendiendo botellas vacías. «Ello no hay tay na, y ete mundo otro lo hereda», contestaba a los evangélicos cuando iban a su casa a pregonar que Cristo venía. Él no era lo que se llama un hombre creyente ni de la iglesia, pero todos lo conocían por su generosidad y benevolencia desinteresada. Siempre compartió lo poco que tenía. Los plátanos que tenía sembrado en el minúsculo patio alimentaban frecuentemente la barriga llena de lombrices de los hijos de los vecinos. Casi siempre llegaba con una fundita llena de mentas de guardias para repartírselas a todos esos muchachitos. Él decía que en la niñez estaba el futuro del país, que si no hacíamos algo por esa juventud tan dolida, «nos vamos a ir a la misma mierda, y más con esta partida de delincuentes que tenemos en el poder». Quizás por eso estaba como estaba en los últimos días. Después que el presidente ganó la reelección, Prebisterio cambió. No volvió a ser el mismo. «El diablo será el garitero» le dijo a su hermana dos días antes de ahorcarse. Su propia hermana dijo que lo desconocía, que no era él, que nunca lo había visto tan desganado y pesimista. Que era verdad que de joven había sido uno de los cabezas calientes de la guerra del sesenta y cinco, pero que ya eso había quedado atrás, que él era un hombre tranquilo y conforme, que «no mataba ni una mosca». Eso me dijo ella cuando la entrevisté para el artículo en el periódico. Pero lo que ella no sabía era lo de su enfermedad. Aunque había notado que la salud de su hermano se había deteriorado mucho en los últimos meses, nunca pudo imaginarse lo grave de la situación.

Quince días antes de suicidarse, Prebisterio había acudido con unos problemas de digestión donde un médico amigo que conocía desde los tiempos de la revolución. Después de muchos viajes, de decenas de análisis y pruebas que su antiguo compañero de luchas pagó complacido con su propio dinero, se le diagnosticó cáncer terminal en el páncreas. No se lo dijo a nadie. Por eso era que su hermana lo veía tan contrariado. Y no era para menos.

Yo no lo culpo por haberse quitado la vida de esa manera. Ochenta y un años pasando calamidades y ahora esto. Personalmente considero a Prebisterio Arias un valiente, un héroe, no por el hecho de suicidarse, si no por haber aguantado tanta penuria, tanta desesperanza por tantos años. Hasta yo en su lugar hubiera tomado esa determinación. Quizás esa hubiese sido la única forma de responder a la miseria en que hemos vivido muchos de nosotros por tanto tiempo, a la impotencia de ver cómo los malditos políticos se roban tu país, cómo los ricos se adueñan hasta de tu alma, cómo te vas muriendo en vida. Cuando vi a Prebisterio Arias colgado de la soga de nylon color azul, amarrada penosamente a una varilla que salía de la única pared de blocks que había podido levantar en el tugurio donde vivía, cuando lo vi con la cara amoratada, su frágil cuello estrangulado, la lengua gravitando fuera de su boca en una espantosa mueca que parecía una burla final, y sus descarnados puños cerrados para siempre, no lo entendí. En ese momento no comprendí cómo un ser humano podía llegar a tal grado de angustia y desesperación, qué tanta aflicción podía embargar el alma de un infeliz como él para llevarle a quitarse la vida. Cómo un hombre de esa edad, con tantos años vividos, con la madurez a que debe llegar después de vivir ochenta y un años, podía matarse así, sin más. Sobre todo un hombre como él, al que todos querían y respetaban en el barrio. Ese día que lo ví colgando como un trapo viejo de la soga de nylon color azul, lo creí un insensato.

Pero ahora pienso diferente. Ahora sí lo entiendo. Y más que eso, lo apoyo.

Te comprendo Prebisterio Arias. A tí te la pusieron difícil siempre y finalmente decidiste tomar el camino más fácil.

Por lo menos una sola vez en tu vida.

Pero, ¿por qué la nota Prebisterio? ¿porqué escribiste la nota con ese mensaje? Eso todavía no lo comprendo. Por más vueltas que le doy no le encuentro sentido a esas últimas palabras tuyas.

«Diablo me voy contigo».

Dime Prebisterio, ¿por qué escribiste eso si acabas de salir del mismísimo infierno? 

El mosquito (porqué puse la foto de una araña en la entrada? porque la del mosquito es disgusting.)

Las dos de la mañana, no puedo dormir, estoy tratando de leer un libro de Roberto Bolaños, 2666 para ser exacto, la parte que corresponde a los asesinatos en serie de mujeres obreras de las zonas francas de Santa Teresa, en el estado de Sonora. Sus páginas me mantienen cautivado, absorto, asqueado y al mismo tiempo excitado, cientos de mujeres aparecen apuñaladas, desmembradas, ahorcadas, violadas, en medio de un mar de sangre que parece inundar el reseco desierto de Sonora. Digo que estoy tratando de leer, porque el zumbido de un mosquito que tiene la noche entera rondado cada centímetro de mi cuerpo insomne, me saca de concentración a cada instante, subiéndome la sangre a la cabeza (su objetivo) y chupándome hasta la saciedad como un maldito vampiro de la saga de Crepúsculo; bajo estas condiciones no puedo leer y mucho menos soñar con soñar. Me decido entonces a acabar con el insecto, cierro cuidadosamente el voluminoso tomo 2666, entrecierro los ojos, me quedo quieto como una estatua de ketchup congelado, bombeando toda la sangre que puedo con mi corazón homicida, escuchando, sintiendo el más mínimo movimiento de mi enemigo alado, esperando que se pose sobre mi piel bullente de plasma, así duro unos cuantos minutos, el sudor corre por mi frente, por la falta de sueño me siento un poco mareado, pero no importa, estoy decidido a soportar estoicamente lo que fuere necesario para acabar con ese invertebrado, hasta que por fin escucho el sonido límpido y puro de sus alitas, revoloteando en el pabellón de mi oído izquierdo, lo dejo tranquilo, mi corazón bombea más rápido, sí más sangre me digo, acércate más maldito, luego lo veo, va volando con reticencia justo delante de mi nariz, mis ojos lo siguen como dos lunas llenas ensangrentadas y lo observo bajar con cautela haciendo estúpidos cortes en el aire hasta una de mis piernas, me preparo, él se posa suavemente, apenas perceptible en mi muslo y yo lo dejo, comienza a chupar y veo cómo su abdomen se infla poco a poco y cambia de color gris inmundo a rojo sangre, de mi sangre, y siento la picazón pero no importa, lo tengo todo planeado, matemáticamente calculado, cuando no puede más saca su ponzoña de mi piel taladrada y despega lentamente, pesadamente, con el abdomen repleto de mi sangre, felizmente harto, lo que yo esperaba, entonces aprieto el tomo de Roberto Bolaños fuertemente en mi mano derecha y desde el espaldar del sillón bajo mi brazo violentamente asestándole un golpe mortal. Cuando retiro cuidadosamente el tomo de mi pierna, lentamente, embebido por un morbo y una curiosidad, una perversidad insospechada ante la posibilidad del crimen, vislumbro sólo una minúscula mancha de sangre en mi piel erizada pero no veo su exiguo cuerpo de invertebrado por ninguna parte, entonces como por inercia miro el libro y ahí estaba, arrastrándose por la portada, el abdomen destrozado dejando una estela de sangre en el precioso cartón satinado. A pesar de estar prácticamente desecho, sus pequeñas vísceras desparramas detrás de él, seguía por instinto remolcando con sus patas delanteras la mitad de su cuerpo mientras el hilo de sangre dibujaba curiosamente algo que parecía un signo. Estaba disfrutando extasiado el regicidio vampiresco, me sentía pleno, de hecho comenzaba a identificarme con el asesino en serie de la novela de Bolaño, aunque el mío fuera un crimen en miniatura, el minicrimen de un simple insecto. Me sentía libidinosamente realizado. Entonces el mosquito se detuvo, había muerto, y pude notar con incredulidad que la estela de sangre mezclada con sus intestinos había dibujado un perfecto signo de interrogación, justo al final del nombre del autor, en la portada del libro donde yacía asesinado.

Sala de espera

 

1:30 de la tarde. Estoy en la sala de espera de uno de esos atestados laboratorios médicos de la ciudad. No he comido y se me ha llenado el estómago de gases. Tengo un pique del diablo. A pesar de mi irritante condición, sólo para aumentar mi incomodidad, todo el que me rodea parece tener una necesidad insaciable de buscarme la cara, de sonreírme o de ponerme algún tema de conversación inútil (esta parecería ser una ley inherente al pique) y por eso mantengo la mirada hacia los impecables mosaicos del piso, concentrado en los retorcijones de mis tripas.

He sido diagnosticado con SII, es decir, Síndrome del Intestino Irritable. Una enfermedad que afecta a aquel último reducto del sistema digestivo que resguarda celosamente nuestros desdeñados desechos y que está próximo al tercer ojo ciego de nuestra anatomía.

El médico me ha indicado algunos análisis para descartar cualquier otra patología y confirmar su diagnóstico. Cuando le pregunté qué me había provocado la enfermedad, me dijo que posiblemente el estrés. No era para menos, en los últimos días, semanas, meses, me estaba volviendo loco por la cantidad de trabajo en la oficina y mi vida sentimental había colapsado por la inesperada decisión de mi prometida de abandonarme por nuestra mejor amiga. Típico cuadro de un perdedor y por supuesto, de un enfermo de SII.

Los síntomas coincidían a la perfección con mis dolencias: mala digestión, cólicos abdominales, cambios en los hábitos intestinales y sobretodo flatulencia y muchos gases. Sigo en el laboratorio con la vista hacia abajo para no chocarme con los sagaces ojos de algún feliz interlocutor. El estómago casi por reventar. Miro la neverita con el botellón y pienso en tomar un vaso de agua, pero el solo hecho de pararme me cuesta, y prefiero quedarme sentado y esperar pacientemente. Veo como entran y salen los pacientes con la curita redonda en el brazo. Los ensordecedores gritos de un niño que acaba de entrar a la sala de análisis retumban en todo el laboratorio y me ponen más nervioso. Nunca me ha gustado eso de las agujas.

Los síntomas que dijo el doctor se manifiestan en todo su esplendor. Siento ganas de defecar pero no me atrevo a ir al baño para no perder el turno.

Llevo esperando casi dos horas y media en esta repugnante sala de espera, y para rematar tengo que sostener indecorosamente este frasco lleno de mierda en mis manos.

Echo una ojeada al papelito arrugado que sostengo con el número de turno y no puedo evitar una lamentable sonrisa: 69. El señor de al lado aprovecha mi desliz y me murmura con sarcasmo – ¡’ta lejo’ usted! – mostrándome como un trofeo su ticket con el número 66. Lo fulmino con un mirada llena de hastío e incomodidad y miro de inmediato el reloj que indica el paciente número 62.

Hasta ahora he soportado estoicamente la hinchazón estomacal provocada por los gases pero los malestares han empeorado y siento la necesidad inminente de desacoplar.

Se que no puedo hacerlo en la sala de espera. A parte de que no podría dosificar la salida de aire por la inmensa presión que siento en el estómago, si pudiera hacerlo, la potente y asquerosa flatulencia de mis gases (que ya los conoció mi novia), atacaría inclementemente las narices de los demás pacientes, obligándolos a buscar un culpable, que por supuesto, sería el antipático hombre del frasco de mierda en las manos, es decir, yo.

La espera es insoportable. Me muevo en la silla tratando de desviar el indeseable éter a través de mis entrañas, pero no hago más que incrementar el deseo. Comienzo a sudar frío y una anciana enfrente me dice riendo “Ay pero miren, con el frío que hace aquí y el pobre está sudando”. No tengo fuerzas ni para mirarla. Ahora soy el centro de atención de la sala de espera.

El reloj marca el número 66. No es para menos, pienso en medio de mi situación, otro seis más y es el número del diablo. El hombre de al lado se levanta orondo y me mira con desdén. Estoy desesperado. Todos mis sentidos están ahora concentrados en constreñir ese fuerza irrefrenable que lucha por salir. Me siento desfallecer. En un intento por buscar la salida, pienso en una posible, o mejor aún, una única solución: debo esperar a que llegue mi turno para ir de inmediato al baño de la sala de análisis, ahí dejaré escapar al monstruo. Ahora no veo el reloj, sino la puerta del baño abriéndose y…libre finalmente.

Pero mi enemigo no quiere esperar.

67. Ya no puedo más, siento que si pestañara el mundo entero explotaría. Mi cuerpo está tratando de mantener cerrado el ojo ciego, pero sus parpados se abren sigilosamente en busca de luz.

Mi mente se nubla.

68. La secretaria repite varias veces el número sesenta y ocho. Por suerte para mi, el paciente con ese número se ha marchado y es mi turno. La espera ha terminado. Pero en ese preciso momento, el señor de al lado mueve bruscamente su codo dándome un ligero golpe en el estómago y ocurre lo inminente.

El reloj marca el número sesenta y nueve, pero ya es tarde.