1:30 de la tarde. Estoy en la sala de espera de uno de esos atestados laboratorios médicos de la ciudad. No he comido y se me ha llenado el estómago de gases. Tengo un pique del diablo. A pesar de mi irritante condición, sólo para aumentar mi incomodidad, todo el que me rodea parece tener una necesidad insaciable de buscarme la cara, de sonreírme o de ponerme algún tema de conversación inútil (esta parecería ser una ley inherente al pique) y por eso mantengo la mirada hacia los impecables mosaicos del piso, concentrado en los retorcijones de mis tripas.
He sido diagnosticado con SII, es decir, Síndrome del Intestino Irritable. Una enfermedad que afecta a aquel último reducto del sistema digestivo que resguarda celosamente nuestros desdeñados desechos y que está próximo al tercer ojo ciego de nuestra anatomía.
El médico me ha indicado algunos análisis para descartar cualquier otra patología y confirmar su diagnóstico. Cuando le pregunté qué me había provocado la enfermedad, me dijo que posiblemente el estrés. No era para menos, en los últimos días, semanas, meses, me estaba volviendo loco por la cantidad de trabajo en la oficina y mi vida sentimental había colapsado por la inesperada decisión de mi prometida de abandonarme por nuestra mejor amiga. Típico cuadro de un perdedor y por supuesto, de un enfermo de SII.
Los síntomas coincidían a la perfección con mis dolencias: mala digestión, cólicos abdominales, cambios en los hábitos intestinales y sobretodo flatulencia y muchos gases. Sigo en el laboratorio con la vista hacia abajo para no chocarme con los sagaces ojos de algún feliz interlocutor. El estómago casi por reventar. Miro la neverita con el botellón y pienso en tomar un vaso de agua, pero el solo hecho de pararme me cuesta, y prefiero quedarme sentado y esperar pacientemente. Veo como entran y salen los pacientes con la curita redonda en el brazo. Los ensordecedores gritos de un niño que acaba de entrar a la sala de análisis retumban en todo el laboratorio y me ponen más nervioso. Nunca me ha gustado eso de las agujas.
Los síntomas que dijo el doctor se manifiestan en todo su esplendor. Siento ganas de defecar pero no me atrevo a ir al baño para no perder el turno.
Llevo esperando casi dos horas y media en esta repugnante sala de espera, y para rematar tengo que sostener indecorosamente este frasco lleno de mierda en mis manos.
Echo una ojeada al papelito arrugado que sostengo con el número de turno y no puedo evitar una lamentable sonrisa: 69. El señor de al lado aprovecha mi desliz y me murmura con sarcasmo – ¡’ta lejo’ usted! – mostrándome como un trofeo su ticket con el número 66. Lo fulmino con un mirada llena de hastío e incomodidad y miro de inmediato el reloj que indica el paciente número 62.
Hasta ahora he soportado estoicamente la hinchazón estomacal provocada por los gases pero los malestares han empeorado y siento la necesidad inminente de desacoplar.
Se que no puedo hacerlo en la sala de espera. A parte de que no podría dosificar la salida de aire por la inmensa presión que siento en el estómago, si pudiera hacerlo, la potente y asquerosa flatulencia de mis gases (que ya los conoció mi novia), atacaría inclementemente las narices de los demás pacientes, obligándolos a buscar un culpable, que por supuesto, sería el antipático hombre del frasco de mierda en las manos, es decir, yo.
La espera es insoportable. Me muevo en la silla tratando de desviar el indeseable éter a través de mis entrañas, pero no hago más que incrementar el deseo. Comienzo a sudar frío y una anciana enfrente me dice riendo “Ay pero miren, con el frío que hace aquí y el pobre está sudando”. No tengo fuerzas ni para mirarla. Ahora soy el centro de atención de la sala de espera.
El reloj marca el número 66. No es para menos, pienso en medio de mi situación, otro seis más y es el número del diablo. El hombre de al lado se levanta orondo y me mira con desdén. Estoy desesperado. Todos mis sentidos están ahora concentrados en constreñir ese fuerza irrefrenable que lucha por salir. Me siento desfallecer. En un intento por buscar la salida, pienso en una posible, o mejor aún, una única solución: debo esperar a que llegue mi turno para ir de inmediato al baño de la sala de análisis, ahí dejaré escapar al monstruo. Ahora no veo el reloj, sino la puerta del baño abriéndose y…libre finalmente.
Pero mi enemigo no quiere esperar.
67. Ya no puedo más, siento que si pestañara el mundo entero explotaría. Mi cuerpo está tratando de mantener cerrado el ojo ciego, pero sus parpados se abren sigilosamente en busca de luz.
Mi mente se nubla.
68. La secretaria repite varias veces el número sesenta y ocho. Por suerte para mi, el paciente con ese número se ha marchado y es mi turno. La espera ha terminado. Pero en ese preciso momento, el señor de al lado mueve bruscamente su codo dándome un ligero golpe en el estómago y ocurre lo inminente.
El reloj marca el número sesenta y nueve, pero ya es tarde.