El pescador romántico

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Aquel día de mucho sol y mar quieto un pescador sentía renacer de nuevo. Estaba sentado en sus cojines de arrecifes esperando por otra presa más cuando vio aquella increíble figura. Jamás en sus años había percibido el mortal tanta belleza reunida. Sus ojos hechos de perlas le miraban fijamente mientras él, como hipnotizado, echaba al agua toda su vida de anzuelos y pescaditos. Entonces desapareció.

Noche por noche aguardaba el pescador ansiosamente el alba para rendir culto a su más preciado tesoro a ver si volvía. Día por día se admiraba de la cautivación que emanaba hacia él esa singular forma de vida que había presenciado. Entre lunas y estrellas se describía constantemente su hallazgo: dos conchas de almeja encubren sus ojos, su pelo, coral negro derretido juguetea graciosamente sobre su rostro mientras la espuma de las olas atraída por su sonrisa, se sumerge desafiando la gravedad para teñir de blanco sus dientes. Sobre su cuello penden decenas de los más variados caracoles unidos por cuidadosas tiras de algas entrelazadas. De vez en cuando le pide a un caballito de mar que pose para ella en una de sus orejitas que no son más que un par de lilas enrolladas. Y sus senos, sus senos parecen esculpidos por la paciencia de un reloj de arena; en sus cimas descansan un par de diminutas esponjas que crecen con el frío de las aguas profundas o simplemente con el roce de un pececillo intrépido, cuando esto pasa su piel se transforma en escamas. Su cuerpo, no se qué pensar -rememoraba- habrá sido un milagro del dios de los mares o la resaca de las corrientes submarinas que dibujaron sus curvas. Sus brazos y tiernas manos hechas de estrellas de mar recién nacidas, acostumbran a danzar con el viento. Sus piernas reflejan con el sol los colores de la aurora y están unidas por una gran aleta acorazonada. Al nadar despierta con sus movimientos la pasión de cualquier ser con vida, incluso la de los corales más fríos y secos que corren al verla para formar coronas en torno a su cabeza.

El pescador dormía despierto al escuchar en su mente la melódica voz de acordes y sostenidos de aquella sirena, que le insinuó confusamente su amor aquella tarde en el mar. Ya no pescaba más y su antigua caña se había convertido ahora en lápiz que trataba de esbozar con líneas de arena el amor de su vida. En vano buscaba entre mareas alguna pista que le llevara a su última realidad.

Un día como el primero, acudiendo a un irresistible llamado, el pescador abandonó su hogar de arrecifes para unirse a su sueño encontrado.

Nunca más volvió a saberse del pescador y sus visiones. En su lugar, dejo la mochila con un mensaje escrito que decía: el amor de una sirena me ha pescado. Y dicen que cuando el alba despliega sus primeras espigas de luz sobre la mañana, suelen verse en el mar dos siluetas de incomparable belleza revoloteando entre las olas y emitiendo melódicas voces de acordes y sostenidos, como si estuvieran intercambiando palabras de amor.

Sala de espera

 

1:30 de la tarde. Estoy en la sala de espera de uno de esos atestados laboratorios médicos de la ciudad. No he comido y se me ha llenado el estómago de gases. Tengo un pique del diablo. A pesar de mi irritante condición, sólo para aumentar mi incomodidad, todo el que me rodea parece tener una necesidad insaciable de buscarme la cara, de sonreírme o de ponerme algún tema de conversación inútil (esta parecería ser una ley inherente al pique) y por eso mantengo la mirada hacia los impecables mosaicos del piso, concentrado en los retorcijones de mis tripas.

He sido diagnosticado con SII, es decir, Síndrome del Intestino Irritable. Una enfermedad que afecta a aquel último reducto del sistema digestivo que resguarda celosamente nuestros desdeñados desechos y que está próximo al tercer ojo ciego de nuestra anatomía.

El médico me ha indicado algunos análisis para descartar cualquier otra patología y confirmar su diagnóstico. Cuando le pregunté qué me había provocado la enfermedad, me dijo que posiblemente el estrés. No era para menos, en los últimos días, semanas, meses, me estaba volviendo loco por la cantidad de trabajo en la oficina y mi vida sentimental había colapsado por la inesperada decisión de mi prometida de abandonarme por nuestra mejor amiga. Típico cuadro de un perdedor y por supuesto, de un enfermo de SII.

Los síntomas coincidían a la perfección con mis dolencias: mala digestión, cólicos abdominales, cambios en los hábitos intestinales y sobretodo flatulencia y muchos gases. Sigo en el laboratorio con la vista hacia abajo para no chocarme con los sagaces ojos de algún feliz interlocutor. El estómago casi por reventar. Miro la neverita con el botellón y pienso en tomar un vaso de agua, pero el solo hecho de pararme me cuesta, y prefiero quedarme sentado y esperar pacientemente. Veo como entran y salen los pacientes con la curita redonda en el brazo. Los ensordecedores gritos de un niño que acaba de entrar a la sala de análisis retumban en todo el laboratorio y me ponen más nervioso. Nunca me ha gustado eso de las agujas.

Los síntomas que dijo el doctor se manifiestan en todo su esplendor. Siento ganas de defecar pero no me atrevo a ir al baño para no perder el turno.

Llevo esperando casi dos horas y media en esta repugnante sala de espera, y para rematar tengo que sostener indecorosamente este frasco lleno de mierda en mis manos.

Echo una ojeada al papelito arrugado que sostengo con el número de turno y no puedo evitar una lamentable sonrisa: 69. El señor de al lado aprovecha mi desliz y me murmura con sarcasmo – ¡’ta lejo’ usted! – mostrándome como un trofeo su ticket con el número 66. Lo fulmino con un mirada llena de hastío e incomodidad y miro de inmediato el reloj que indica el paciente número 62.

Hasta ahora he soportado estoicamente la hinchazón estomacal provocada por los gases pero los malestares han empeorado y siento la necesidad inminente de desacoplar.

Se que no puedo hacerlo en la sala de espera. A parte de que no podría dosificar la salida de aire por la inmensa presión que siento en el estómago, si pudiera hacerlo, la potente y asquerosa flatulencia de mis gases (que ya los conoció mi novia), atacaría inclementemente las narices de los demás pacientes, obligándolos a buscar un culpable, que por supuesto, sería el antipático hombre del frasco de mierda en las manos, es decir, yo.

La espera es insoportable. Me muevo en la silla tratando de desviar el indeseable éter a través de mis entrañas, pero no hago más que incrementar el deseo. Comienzo a sudar frío y una anciana enfrente me dice riendo “Ay pero miren, con el frío que hace aquí y el pobre está sudando”. No tengo fuerzas ni para mirarla. Ahora soy el centro de atención de la sala de espera.

El reloj marca el número 66. No es para menos, pienso en medio de mi situación, otro seis más y es el número del diablo. El hombre de al lado se levanta orondo y me mira con desdén. Estoy desesperado. Todos mis sentidos están ahora concentrados en constreñir ese fuerza irrefrenable que lucha por salir. Me siento desfallecer. En un intento por buscar la salida, pienso en una posible, o mejor aún, una única solución: debo esperar a que llegue mi turno para ir de inmediato al baño de la sala de análisis, ahí dejaré escapar al monstruo. Ahora no veo el reloj, sino la puerta del baño abriéndose y…libre finalmente.

Pero mi enemigo no quiere esperar.

67. Ya no puedo más, siento que si pestañara el mundo entero explotaría. Mi cuerpo está tratando de mantener cerrado el ojo ciego, pero sus parpados se abren sigilosamente en busca de luz.

Mi mente se nubla.

68. La secretaria repite varias veces el número sesenta y ocho. Por suerte para mi, el paciente con ese número se ha marchado y es mi turno. La espera ha terminado. Pero en ese preciso momento, el señor de al lado mueve bruscamente su codo dándome un ligero golpe en el estómago y ocurre lo inminente.

El reloj marca el número sesenta y nueve, pero ya es tarde.