Entonces, “para que no pudiera decir sus últimas palabras, lo mataron en el acto pegándole un tiro […]”. Recuerdas ese cuento de Cortázar. Claro que tienes que recordarlo. Tú fuiste el que apretó el gatillo. Recuerdas su cara de terror, sus ojos revirados hacia la Santísima pidiendo perdón y clamando por una nueva oportunidad; sus manos esposadas, ensangrentadas, resbalando clamorosamente por tu brazo frío y apático de verdugo; su boca de tilapia abierta de par en par dejando escapar temerosamente su último halo de vida, su último hilo de baba que no reparaba en el más mínimo intento de dignidad cuando caía por sus labios morados de miedo y de frío. Pero a ti no te importaba. Por tus venas no corría sangre como las de ellos. Tus venas estaban vacías, en una oquedad absoluta y universal que no admitía fluidos de ningún tipo, sólo el vacío. Por eso tus subalternos decían aquello de que si te pinchaban no botabas ni una sola gota de sangre. Y tú lo sabías. Por eso gozabas cuando torturabas a alguno de esos infelices y veías su sangre brotar a cántaros de sus heridas abiertas. “Buen trabajo” te decías. Porque eso sí, aparte de todo era un trabajo y tenía que hacerse bien. ¿Qué le ibas a hacer? A ti nadie te tenía que explicar cómo y cuándo se tenían que hacer las cosas. Las órdenes llegaban a ti por la indirecta causalidad de las cosas, por un simple “y todavía está vivo”. De todas las asignaciones militares que te correspondían ésta era tu preferida. La de cazar y aniquilar lentamente al enemigo. Y tú lo sabías. Por eso eras tan bueno en este trabajo.
Entonces, cuando le vieron la cara con la estrella en la boina se le encasquillaron los fusiles y nadie pudo disparar.
– ¡Vamos, disparen que es a un hombre de verdad que van a matar! – Dijo el guerrillero.
Recuerdas esa leyenda. Claro que la tienes que recordar. Fue entonces cuando tuviste que arrebatarle el Máuser a uno de los del pelotón para acribillarlo frente a la mirada trémula de tus hombres. Pero qué iban a saber ellos de matar a un hombre, mucho más a un héroe que ellos mismos admiraban y temían y era venerado en la mitad del continente. Ellos tenían demasiada sangre y no daban para eso. Pero admítelo, cuando lo viste tirado en el piso colando la tierra entre sus poros ametrallados por tus proyectiles le temiste más que nunca. ¿Verdad? No fueron pocas las noches que te desvelaron sus ojos negros, apuñalándote con su mirada de ballesta mientras te retaba a enfrentarte sólo con él en la oscuridad de tus pensamientos sórdidos. Fue en una de esas noche que lo hiciste inmortal.
Al amanecer era otra la historia. Tus venas vacantes te exigían sangre y entonces…
Entonces, a los trece días de que ellos abandonaran la embarcación y los caracoles en la playa dejaran de sonar bajo sus zapatos húmedos de sueños, tú comandaste el operativo para encontrarlos y te ocupaste personalmente de dar la orden de fusilamiento ahí en Nizaíto. Por fin tenías al coronel en tus manos, tu presea encontrada y merecida. Ahora que lo veías no tenía nada de héroe, era otro guardia más igual que tú. Pero había algo en él que te deleitaba, algo supremo; y sentías que el destino te había convertido irrevocablemente en un Judas y que también serías parte de la historia; siempre te habías identificado con este personaje bíblico. Sin embargo eran otros tiempos, por eso tenías que dejar que otro hiciera el trabajo sucio para dedicarte por completo a contemplar el trabajo, arrebatado, en estado de éxtasis por el olor a sangre, el sabor de la pólvora penetrando la carne y las detonaciones de los fusiles, ahí sentado en palco, obnubilado por tu obra, viendo caer otro ídolo incuestionable, otro símbolo universal que te daría finalmente tu merecido lugar en la historia. Y eso que nunca fuiste partícipe de la delegación, porque eso te obligaba a confiar, y tanto tú como yo sabemos que no confías ni en tu madre.
Pero ese día te merecías otro de esos momentos sublimes.
Sin embargo no siempre ganaste. Cómo te molestaba eso de perder. ¡Qué vergüenza frente a los superiores cuando las cosas no salían paso por paso como las planeabas! (o como te lo ordenaban).
Entonces aquel once de septiembre (no el de los gringos), mirabas desde la otra cara de la Moneda cómo era destruido por el fuego implacable de las bombas aéreas y los tanques de guerra el edificio de gobierno que albergaba a los malditos comunistas, en especial al de los lentes con la montura negra y cuadrada y el bozo tupido. Aquel orador innato que fascinaba a las multitudes. Cómo ansiabas acallar su voz.
Después que pasó el bombardeo, te filtraste entre los cuerpos y los escombros de la libertad que tanto odiabas para hacer lo que mejor sabías hacer, y fue entonces cuando lo viste. Estabas acostumbrado a ver las vísceras fuera de sus barrigas, y la carne abierta, y los órganos y miembros desparramados y divididos de su tronco, pero cuando lo viste te dio náuseas, cuando viste su masa cerebral untada en la pared y los lentes cuarteados encima del escritorio como testigos del hecho, burlándose de ti. A pesar de que podías comer ávidamente frente a los restos de tus enemigos sin remordimiento de estómago ni de conciencia, te sentiste asqueado. No lo reconociste de inmediato porque estaba sin cara, pero poco a poco se te fue materializando y entonces lo viste allende, ahí en un salón que respiraba independencia, sentado frente a ti con la ametralladora AK en sus manos. Aunque no tenía cara, lo viste sonreírte. Tenías ganas de vomitar. No te dejó terminar el trabajo. La muerte se te anticipó.
Habías perdido de nuevo y no te gustaba para nada. En días como esos te paseabas nervioso de un lado para otro con un cigarrillo en la boca y las gafas oscuras, más oscuras que nunca, abarcándote entero. Parecías un perro infectado de la rabia. Algunos pensaban que sentías miedo a tus superiores, pero tú nunca fuiste un cobarde. Nunca temiste a los hombres. Lo que opinaran los jefes era asunto de ellos. En realidad, tú miedo era diferente. Sentías miedo a fallar, a dejarte ganar por esos soñadores de la mierda. Pero sobre todo le tenías miedo a la causa.
En esos días, tus gafas oscuras te delataban siempre. Eran parte de un atuendo histórico que comenzaba a verse anticuado y de mal gusto. A ti no te importaba. Cada vez que salías a trabajar te los ponías y te escondías falazmente debajo de ellos al igual que los superhéroes de los comics lo hacen con sus trajes de hule cuando salen a salvar gente. En el caso tuyo, a matarlas. Y tú creyendo que nadie te conocería. Pensabas estúpidamente que tu mimetización era un escondite perfecto para escurrirte entre todos y encontrar a esos soñadores de la mierda. ¿Cómo no podías darte cuenta de que el disfraz ya no engañaba, que nadie se lo tragaba, que se estaba convirtiendo en una ofensa a las nuevas corrientes de moda? Parece que tu sed de sangre no te permitía ver la realidad que te circundaba. ¿O sería tu incredulidad respecto a la transformación? Nunca fuiste partidario de los movimientos reformadores y del nuevo pensar. Siempre fuiste conservador en ese sentido, tradicionalista por defecto; y así permaneciste toda tu vida.
Entonces las apresaron cuando venían de visitar a sus esposos de la fortaleza, las llevaron a aquella carretera en la montaña y allá en la cumbre tú diste las órdenes de detener el jeep. Uno de tus secuaces vio el terror en los ojos de la más pequeña y te recomendó que las separaran para que no presenciaran la muerte de las otras, como cuando se va a matar a un chivo. Aceptaste la recomendación de mala gana. Te irritaba la flojera de esos pendejos que no daban ni para matar a tres indefensas mujeres, pero al mismo tiempo sabías que tu aptitud fría y perversa podía intimidar aún más a tus hombres, haciendo que se negaran a llevar a cabo sus órdenes y hasta desertaran; entonces, por el bien de la misión, les ordenaste a dos de tus compañeros que se hicieran cargo de dos de las hermanas por separado, mientras tú te ocupabas de la menor. Por supuesto, mientras más inerme te tocaran las víctimas, mejor. No porque tuvieras miedo a la lucha, porque he dicho anteriormente que no eres cobarde, sino por el hecho de oler el miedo en tus víctimas, de ver el terror reflejado en sus ojos, de oír sus súplicas. Por eso escogiste a la más joven.
Me parece ver cómo levantaste una y otra vez el mazo para desfigurar su bello y heroico rostro. Fueron unos golpes secos y limpios. Hubieras querido que su cuerpo endeble resistiera un poco más para alargar tu gozo y verla debatirse entre tus manos viles y desalmadas. Pero el destino quiso lo contrario y murió justo después del segundo. Cuando terminaste con ella, la arrastraste hasta el vehículo y luego te ocupaste del infeliz que las acompañaba. El no significó nada para ti.
Cuando metieron sus cuerpos inertes de vuelta al vehículo, oíste los quejidos de una de las hermanas. Te decía: “Nunca moriremos”. El resto es historia.
Han pasado muchos años y casi no recuerdas aquellos días gloriosos. Todavía sigues con tus gafas oscuras, con tu porte de esbirro anticuado. Tienes suerte porque ahora es cuando más te ha encubierto tu disfraz. Nadie te conoce cuando te sientas en el parque a lustrarte los zapatos. Tampoco cuando cruzas alguna calle de Bolivia de la mano de algún niño y sus ojos te miran ingenuos a través de los cristales oscuros buscando tu pasado. O cuando piropeas a la secretaria del médico y ella sonríe diciéndote: “Se ve que usted no era fácil”. Si ella supiera. Ni siquiera tu médico de Nizaíto, que te conoce desde hace más de veinte años, ha podido ver detrás de tus ojos moribundos, mientras te daba los primeros auxilios después de tu segundo infarto. El conoce tu corazón pero no tu alma. Cuando alguien te ve solo y apesadumbrado en el asilo, no te conoce. Nadie te conoce cuando haces tus caminatas matutinas en la Alameda. Como tampoco se dan cuenta de quién eras al verte tendido en el ataúd, “en paz con Dios”. Ni siquiera yo me di cuenta de quién eras cada vez que pasaba frente a tu casa de Puerto Plata y te veía sentado pacíficamente en la mecedora, en tu terraza, en tu brillante atuendo histórico, dando la impresión de haber vivido una vida digna y ejemplar.
Ahora, no importa en qué país latinoamericano estés, si estás en el campo o en la ciudad, si caminas o estás paralítico, si has muerto o estás por morir, si vives feliz junto a tu familia o solo y abandonado, ahora pasas más desapercibido que nunca detrás de esas inconfundibles gafas oscuras. El que entró a tu casa, aquel día en que podabas las flores de tu jardín, un pasatiempo al que te volcaste en tus años de vejez como para redimirte de tus pecados, él tampoco te conoció.
“Entonces lo apuñaló varias veces en el pecho, y al salir con el poco efectivo que encontró y algunos objetos de valor lo remató con un viejo garrote que encontró parapetado en un rincón de la casa, como si fuera una pieza de museo, mientras oía que el anciano musitaba: “no puedo morir así. . .”