«Diablo me voy contigo»

El cuerpo colgado de Prebisterio Arias fue encontrado por su hermana cuando se levantó en la mañana a barrer el patio. Nadie entendió por qué lo hizo. No en su caso, siendo un hombre tan tranquilo y moderado.

La vida de Prebisterio Arias era como la del cualquier viejo pobre de ochenta y un años en un país como el de nosotros. Se había dejado de su mujer hacía más de veinte años, sus ocho hijos, todos de un matrimonio, eran ya hombres y mujeres y se la buscaban más o menos bien, no eran modelos de la sociedad, pero a excepción del chiquito, que había caído preso un par de veces por robos menores, eran trabajadores y de vez en cuando le dejaban caer sus chelitos. Prebisterio Arias era conocido por su seriedad y honestidad, nunca hizo lo mal hecho y nunca dejó de pagar una deuda. De hecho, el préstamo de los cincuenta metros donde construyó el rancho que habitaba, que fue el último que hizo en su vida, lo acababa de pagar hacía una semana. Ahí vivía sólo, en un tugurio hecho de cuantas cosas se pueda uno imaginar, desde latas de aceite Crisol, cartón, pleibú, hasta tablas de palma y dos o tres hojas de sin de medio uso que se había granjeado en sus buceadas por los barrios aledaños y que utilizó para mal tapar el techo. Por supuesto, el piso era de tierra y no tenía energía eléctrica. La reducida propiedad estaba situada en un arrabal en la parte sur de la ciudad, una colmena humana llena de cientos de cuchitriles que se hacinaban en torno a una enmarañada red de callejones por donde correteaban los carajitos con el binbin afuera, o donde la policía correteaba semanalmente a los pequeños traficantes de los puntos de droga. Parecía que en ese lugar todo el mundo estaba corriendo, con una prisa eterna, todos indefectiblemente involucrados en una especie de premura vacía, como si hubieran hecho algo malo, o como si le debieran a alguien. Todos menos Prebisterio Arias, que era el hombre más parsimonioso y sereno del barrio. Cuando entré por primera vez a ese patético laberinto de miseria, el día que fui a cubrir la noticia de su suicidio, más que a un barrio, me pareció estar entrando por un callejón al infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco.

Prebisterio Arias vivió los últimos años de su vida repasando conucos y vendiendo botellas vacías. «Ello no hay tay na, y ete mundo otro lo hereda», contestaba a los evangélicos cuando iban a su casa a pregonar que Cristo venía. Él no era lo que se llama un hombre creyente ni de la iglesia, pero todos lo conocían por su generosidad y benevolencia desinteresada. Siempre compartió lo poco que tenía. Los plátanos que tenía sembrado en el minúsculo patio alimentaban frecuentemente la barriga llena de lombrices de los hijos de los vecinos. Casi siempre llegaba con una fundita llena de mentas de guardias para repartírselas a todos esos muchachitos. Él decía que en la niñez estaba el futuro del país, que si no hacíamos algo por esa juventud tan dolida, «nos vamos a ir a la misma mierda, y más con esta partida de delincuentes que tenemos en el poder». Quizás por eso estaba como estaba en los últimos días. Después que el presidente ganó la reelección, Prebisterio cambió. No volvió a ser el mismo. «El diablo será el garitero» le dijo a su hermana dos días antes de ahorcarse. Su propia hermana dijo que lo desconocía, que no era él, que nunca lo había visto tan desganado y pesimista. Que era verdad que de joven había sido uno de los cabezas calientes de la guerra del sesenta y cinco, pero que ya eso había quedado atrás, que él era un hombre tranquilo y conforme, que «no mataba ni una mosca». Eso me dijo ella cuando la entrevisté para el artículo en el periódico. Pero lo que ella no sabía era lo de su enfermedad. Aunque había notado que la salud de su hermano se había deteriorado mucho en los últimos meses, nunca pudo imaginarse lo grave de la situación.

Quince días antes de suicidarse, Prebisterio había acudido con unos problemas de digestión donde un médico amigo que conocía desde los tiempos de la revolución. Después de muchos viajes, de decenas de análisis y pruebas que su antiguo compañero de luchas pagó complacido con su propio dinero, se le diagnosticó cáncer terminal en el páncreas. No se lo dijo a nadie. Por eso era que su hermana lo veía tan contrariado. Y no era para menos.

Yo no lo culpo por haberse quitado la vida de esa manera. Ochenta y un años pasando calamidades y ahora esto. Personalmente considero a Prebisterio Arias un valiente, un héroe, no por el hecho de suicidarse, si no por haber aguantado tanta penuria, tanta desesperanza por tantos años. Hasta yo en su lugar hubiera tomado esa determinación. Quizás esa hubiese sido la única forma de responder a la miseria en que hemos vivido muchos de nosotros por tanto tiempo, a la impotencia de ver cómo los malditos políticos se roban tu país, cómo los ricos se adueñan hasta de tu alma, cómo te vas muriendo en vida. Cuando vi a Prebisterio Arias colgado de la soga de nylon color azul, amarrada penosamente a una varilla que salía de la única pared de blocks que había podido levantar en el tugurio donde vivía, cuando lo vi con la cara amoratada, su frágil cuello estrangulado, la lengua gravitando fuera de su boca en una espantosa mueca que parecía una burla final, y sus descarnados puños cerrados para siempre, no lo entendí. En ese momento no comprendí cómo un ser humano podía llegar a tal grado de angustia y desesperación, qué tanta aflicción podía embargar el alma de un infeliz como él para llevarle a quitarse la vida. Cómo un hombre de esa edad, con tantos años vividos, con la madurez a que debe llegar después de vivir ochenta y un años, podía matarse así, sin más. Sobre todo un hombre como él, al que todos querían y respetaban en el barrio. Ese día que lo ví colgando como un trapo viejo de la soga de nylon color azul, lo creí un insensato.

Pero ahora pienso diferente. Ahora sí lo entiendo. Y más que eso, lo apoyo.

Te comprendo Prebisterio Arias. A tí te la pusieron difícil siempre y finalmente decidiste tomar el camino más fácil.

Por lo menos una sola vez en tu vida.

Pero, ¿por qué la nota Prebisterio? ¿porqué escribiste la nota con ese mensaje? Eso todavía no lo comprendo. Por más vueltas que le doy no le encuentro sentido a esas últimas palabras tuyas.

«Diablo me voy contigo».

Dime Prebisterio, ¿por qué escribiste eso si acabas de salir del mismísimo infierno?