Improvised Singing poetry from the angelical voice of my daughter ❤️
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Un día perfecto para ir a la playa

El cielo estaba completamente despejado, como un canvas azulado salpicado por brochazos de nubes, en algunos rincones del horizonte, alguna que otra nubecilla desafiando la agradable brisa de cuaresma. Era un día perfecto para ir a la playa. Habían pasado casi dos meses desde el inicio de la cuarentena por la pandemia y estaba hastiado del encierro.
A pesar de estar suspendido del trabajo, percibiendo una mísera proporción de mi sueldo y sin un peso ahorrado en el banco, respeté el toque de queda en su totalidad enclaustrado en mi minúsculo apartamento. Las medidas de distanciamiento impuestas por el gobierno para evitar la propagación del virus eran estrictas y solo se podía salir a la calle a ciertas horas del día para abastecerse en los únicos comercios abiertos: los supermercados. El castigo por violar el horario de toque de queda significaba la cárcel y trabajo comunitario. Generalmente los detenidos no permanecían más de una noche en las atestadas celdas, pero doce horas en esos reducidos espacios vaporosos, impregnados de fluidos corporales y roces de piel involuntario, constituían un ambiente perfecto para la propagación del letal virus e infectaban al más sano. Y eso, a mi parecer, no era una buena idea en esos precisos momentos. Así que, tanto yo como mi perra Blu, una cariñosa y leal pitbull blue nose, fuimos de los pocos que respetamos el estado de emergencia nacional, sufriendo el encierro por más de sesenta días dentro de mi apartamento de ochenta metros cuadrados.
Hasta ese día había puesto en práctica todas las recomendaciones e iniciativas propias para hacer del confinamiento uno menos mortificante; lectura, ejercicios, limpieza, organización, extensas conversaciones por FaceTime con amigos y miembros de la familia, incluso llegué a organizar por catálogo el extenso volumen de fotografías de más de cinco gigas en mi computadora. También me había dedicado momentos a solas, bien a solas, tanto para la satisfacción de mi ente espiritual, como para la de mi cuerpo sediento por otro tipo de recompensas íntimas. Estas últimas, reconozco, superando en creces las sesiones de los últimos meses, años, incluso las de los frenéticos días de mi adolescencia perturbada por el sexo prematuro.
Y sin embargo, ahí estaba, lo podía ver desde el pequeño balcón de mi apartamento, escenificado en todo su esplendor: un día perfecto para ir a la playa. A propósito, el baño en las playas también estaba prohibido, todas las hermosas playas del país lucían una inquietante banda amarilla de advertencia que prohibía el acceso a ellas. Y las playas del pueblo donde vivía, de arena blanca y agua turquesa cristalina, no eran la excepción. Por supuesto, esa ley no aplicaba a aquellos privilegiados que vivían en proyectos privados con pequeñas playas que habían injustamente privatizado, a ellos la ley no los tocaba. Como tampoco los tocaba la crisis económica, ni las filas en los supermercados o en los bancos, ni las precarias atenciones en hospitales públicos donde la gente moría por decenas, ni los tristes entierros sin parientes, sin lágrimas, sin oraciones. Tampoco les tocaba vivir en minúsculos y sofocantes apartamentos como el mío. A ellos no. A ellos, que vivían cómodamente en sus villas frente al mar, para quienes la dolorosa cuarentena representaba unas extensas vacaciones disfrutando del sol, la playa y botellas de champán burbujeante, no los tocaba. Ni siquiera el virus.
Pensando en eso, mientras observaba a Blu, que desde hacía días yacía desganada en su colcha, con los ojitos tumbados, como preguntándome qué he hecho para merecer este encierro, me imaginé corriendo por una de esas playas con ella y fue ahí, en ese preciso instante, que tomé la decisión: hoy iremos a la playa, le dije a Blu, que como me conocía tan bien y sabía por el tono de mis palabras el significado que encerraban, se incorporó de un salto sobre su colcha mirándome atentamente con su gran cabeza de pitbull inclinada hacia un lado.
El plan era muy sencillo, de hecho lo pensé en algún momento de lucidez del encierro, pero no le hice caso a tales elucubraciones que creía simples jugarretas de mi conciencia obnubilada. Consistía en invadir una de esas playas privadas en las pocas horas libres de la cuarentena, lo haría cruzando por un camino abandonado entre la carretera y el proyecto de villas, uno que a veces utilizaban los pescadores para adentrarse en el mar a pescar con arpón, recorriendo a hurtadillas los doscientos metros vigilados por celosos guardias de seguridad del proyecto, sabiendo que, una vez ya dentro de las aguas del Atlántico, eran libres de sus amenazas. Yo haría lo mismo, con la ligera diferencia, de que una vez en la playa debía hacerme pasar por uno de los ricos inquilinos o huéspedes del proyecto. Eso no sería un gran problema para mí, ya que aunque mi familia no era adinerada ni mucho menos, mis padres se preocuparon por darme una buena educación, con valores y principios, algo que quizás le faltaba a los de arriba, y además, gracias a la beca que consiguió mi padre en una de las universidades más prestigiosos del país, me había educado junto a la crème de la crème de la sociedad capitalina, los popis, como le llamaban cariñosamente a los hijos de ricos, y podría pasar fácilmente por uno de ellos. Literal.
Así que, sin pensarlo dos veces, me puse el bañador rosado de rallas azules, un polo shirt marca Náutica y mis alpargatas Van’s, una combinación infalible que guardaba exclusivamente para ocasiones especiales cómo estás. Saqué del olvidado cajón la pechera y la correa reforzada para pitbulls y se la ajusté a Blu, que ahora saltaba de alegría y lucía su poderosa dentadura de oreja a oreja, mientras su cola, que parecía un ser vivo independiente a ella, se agitaba violentamente hacia todas direcciones. Sabía que no podía llevar demasiada carga, por eso, metí en mi mochila lo indispensable: una toalla, mi celular y tres latas de cerveza envueltas en papel de periódico para que se mantuvieran lo más frías posible.
El acceso a la playa no fue difícil, me escabullí lo mejor posible entre la arboleda, deteniéndome a cada veinticinco pasos para observar detenidamente si algún guardia de seguridad merodeaba el lugar; excepto por el susto que me dio Blu al arrastrarme por unos cuantos metros cuando intentaba atrapar una garza, la operación transcurrió sin problemas y pude llegar a salvo a la anhelada playa.
El esfuerzo no fue vano. No sé si fue debido al tiempo que me mantuve encerrado en el apartamento, o por lo que decían en esos días sobre el efecto positivo que había provocado la pandemia sobre los mares y la naturaleza en general, ahora que por meses la maquinaria industrial y el aislamiento de la personas le habían dado un respiro, pero ese día la playa lucía más hermosa que nunca. El azul intenso del cielo se reflejaba con la misma tonalidad sobre el mar, que apenas se movía, como si fuera una inmensa masa gelatinosa que perezosamente besaba la blanca arena de la playa. Blu debió sentir lo mismo que yo, porque por segunda vez me arrastró con todas sus fuerzas hasta que sus patotas se hundieron en la arena a orillas del mar.
Con una rápida ojeada a los alrededores me di cuenta de que en la playa no habían más de veinte personas. Perfecto, pensé, hoy vas a ser uno más de los privilegiados, y con ese flow que llevas nadie podrá decir lo contrario. Hoy serás un popi.
Elegí la sombra apartada de una gran Uva de Playa peinada hacia el sur por la brisa del mar, ahí amarré a Blu que jadeaba incesantemente, abrí la toalla sobre la arena, me senté a su lado, y la acaricié en su cabeza mientras me deleitaba con el paisaje. ¿Cómo vivirán los pobres? Me dije. Luego saqué una lata de cerveza, la destapé y aceleré casi la mitad del maravilloso y refrescante líquido ambarino a través de mi seca garganta. Definitivamente no como yo, me contesté.
Blu es una perra extremadamente juguetona, y más en la playa, le encanta que le tiren palos y escarbar cosas, pero sobretodo le fascina jugar con las olas, puede pasarse horas mordiéndolas, saltando sobre ellas y nadando sin cansarse, y ese día, más que cualquier otro, sabía que ella lo anhelada más que nunca. Yo lo disfrutaba igual que ella, me daba gusto verla feliz, pero también reconocía que dejarla correr libremente en una playa rodeada de personas constituía una gran responsabilidad. No porque fuera agresiva, todo lo contrario, Blu era extremadamente cariñosa, pero sabía que era muy celosa y protectora y que su verdadera naturaleza de pitbull estaba ahí, latente. La gente está equivocada con esa raza de perros, y en parte eso se debe a la mala fama que ganaron luego de que muchos inconscientes los usaran como perros de pelea. Los pitbull no son peligrosos y violentos, por el contrario, son perros simpáticos, llenos de afecto y leales hasta el fin, todo depende de cómo los críes, eso sí, lo que no se puede negar es que son animales muy poderosos, cargados de puro músculo, súper ágiles y con una mordida capaz de aplicar doscientas treinta y cinco libras de fuerza por pulgada cuadrada. Casi nada. Por eso, cuando la llevo a la playa, suelo escoger un día de semana, temprano en la mañana y trato de estar lo más alejado posible de las personas, sobre todo de los niños.
Ese día no sería diferente. El grupo de personas más cerca debía estar a unos cincuenta metros, por lo que consideré seguro soltar a Blu y dejarla jugar libremente. Ella gemía de ganas por hacerlo y cuando escuchó el click del gancho soltarse sobre su pechera, salió disparada como un cohete hacia la orilla. De inmediato comenzó a morder olas. Yo la observaba complacido desde la sombra, disfrutando a plenitud el momento. Luego de unos minutos embebido por el placer de estar allí, la brisa salada lamiendo mi rostro, apuré de un trago lo que quedaba de la cerveza y corrí hacia la orilla, me sumergí en el tibio líquido aturquesado y nadé mar adentro. Al detenerme y mirar hacia atrás, vi a Blu nadar desesperadamente hacia mí, la bocota abierta y la lengua como un periscopio buscándome. Cuando por fin logró ubicarme, me sumergí de nuevo y buceé por debajo de ella. Me fascinaba ver su cara de sufrimiento cuando desaparecía bajo el agua, en esos momentos parecía mi cuidadora y no yo el de ella. Le hice la jugarreta un par de veces más y luego me acerqué y la cargué en mis brazos. Jadeaba de felicidad por haberme rescatado.
Así pasaron las horas, Blu mordiendo las olas y yo gozando a plenitud aquél día perfecto para estar en la playa. Mi piel estaba ya tostada por el sol. Mi mente entumecida por el alcohol en el estómago vacío y la modorra, me hacían levitar en un estado de plenitud absoluto. Estaba abandonado a la brisa tibia bajo la sombra de la Uva de Playa, el barullo de las olas acariciando la arena, de vez en cuando atinando a mover los dedos de mi mano para sentir los cristales de arena resbalarse sobre mi piel, hasta que quedé dormido. Y Soñé.
El país se hundía bajo la pandemia y el gobierno se desentendía de su responsabilidad. La gente moría por miles y eran enterrados en fosas comunes. Los funcionarios se enriquecían sobrevalorando las compras de insumos y maquinarias supuestamente para enfrentar la crisis. El presidente no había vuelto a aparecer en público. La cuarentena se había declarado indefinida y los más pobres, al no poder trabajar, salían desperados a las calles violando los horarios de toque de queda. El hambre, la otra pandemia que ahora azotaba la isla, mataba a cientos a diario. En una parte del país el pueblo se sublevaba y luchaba por sus derechos. Los enfrentamientos eran cada vez más intensos, la milicia reprimía con severidad y no dudaba en silenciar con sangre las denuncias. Perros inmensos engullían a hombres enteros y sus ladridos se escuchaban como truenos en todo el país. Muerte. Caos. La voz del pueblo se alzaba por encima de todo y lloraba y peleaba y ganaba.
Un grito desgarrador me hizo abrir los ojos y despertar sobresaltado. Al limpiar mis ojos de arena y sal pude ver a Blu correr desenfrenadamente hacia una niña que jugaba en la orilla de la playa. La madre gritaba de horror mientras intentaba llegar a ella antes que Blu. Por uno segundos que parecieron horas, observé atónito la escena sin poder mover un solo músculo de mi cuerpo. Blu seguía como un bólido hacia la niña. Todavía recuerdo su delicado bañador rosado y sus rizos rubios ondeando en el viento. La suave melodía de la Sonata Claro de Luna de Beethoven sonó subrepticiamente dentro de mí. Cuando volví a la realidad, corrí yo también desesperado mientras vociferaba su nombre. Sabía que no podría alcanzarla, pero seguía corriendo, confundido, mi mente entumecida por el alcohol en el estómago vacío, la piel tostada por el sol y la modorra, el barullo de las olas acariciando la arena en aquel día perfecto para ir a la playa.
La fotografía (cuento finalista entre 35,000 microrrelatos de 149 países del mundo, en el Concurso de Microrrelatos Museo de la Palabra)
El niño yacía postrado bajo el sol inclemente. Su pequeña frente en el suelo seco y agrietado, descansando los días de hambre, sed y abandono.
Un buitre se había posado a unos escasos metros y él, haciendo un esfuerzo inaudito, ya sin aliento, mientras intentaba dibujar una sonrisa en sus labios marchitos, levantó levemente la cabecita y le preguntó:
– ¿También tienes hambre? El buitre prefirió no contestar.
– Pobre pajarito – musitó el niño, antes de fallecer.
Mi editor cuando está feliz con mi último trabajo
Mi editor cuando no le gusta mi último trabajo
La cabeza con redecilla
En el autobús de hoy, iba sentada delante de mí una muchacha a la cual sólo podía ver la cabeza. Me resultó un poco extraño que luciera una redecilla en lugar de tener el pelo suelto; aunque antes he observado ese tipo de costumbres en las mujeres de nuestro país, me pareció hasta osado que utilizara el artefacto en el reducido habitáculo público. Viendo fijamente el conjunto que se alzaba unas cuantas pulgadas por encima del espaldar del asiento, ahora abstraído por el objeto más que por el hecho en sí, pensé en la estética de todo aquello. ¿Es bella la cabeza de esta mujer con redecilla?
Por definición, la belleza es la propiedad de las cosas que nos hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Desde ese punto de vista, y en específico para mí, la cabeza a la que me refiero, digamos que se llama Brisa, no es bella. Pero sería injusto, e incluso precipitado, hacer esta valoración parcializada de la cabeza de la mujer que incluso cerró cordialmente la cortina de su ventana para que el sol no me molestara. Además, esta apreciación es muy subjetiva, ya que lo que no es bello para mí podría serlo para otro. De hecho, el nombre que hemos diligenciado para Brisa quizás no sea del gusto de muchas personas.
Lo bello también es relativo. Pensemos en las mujeres Padaung del norte Birmania, quienes a pesar de lo doloroso e incómodo se colocan aros en su cuello para alargarlos. Para ellas, ser una mujer de cuello largo es sinónimo de belleza. Lo mismo ocurre con los Zapatos de Lotto, costumbre china donde las mujeres se vendan los pies para transformarlos en pequeños miembros infantiles. Tanto para una como para la otra, los cuellos extremadamente largos y los pies considerablemente pequeños son bellos.
Si nos olvidamos del sedoso y abundante pelo de Brisa, del color oro que no me interesa saber si es natural o no, en fin, de lo que parece ser una hermosa cabellera de revista de modas, y observamos cuidadosamente la redecilla, el elaborado tejido cuadriculado de la fibra, la manera en que se amalgama con el pelo, la forma de copa invertida que dibuja, lo compacto del diseño, quizás podríamos considerarlo bello. ¿Pero seguiría esto siendo la cabeza de Brisa? ¿Seguiría yo viendo la cabeza de una mujer o una creación artística? ¿Sería bello el cuadro de La Mujer del Sombrero de Manet, sin el sombrero?
Por otro lado, si analizáramos la cabeza de Brisa desde un ángulo sociológico, considerando el hecho de que luce una redecilla donde no se acostumbra, más aún, donde puede ser considerado ridículo, podríamos clasificar nuestra valoración estética como grotesca, fea o incluso cómica.
Pero, ¿qué es belleza en la cabeza de Brisa? ¿Es pelo corto, largo, lacio, crespo, sería belleza que tenga color negro o rojo, que llegara hasta la cintura? ¿O quizás sería bella con un sombrero, con una gorra deportiva, peinado el cabello hacia el lado derecho, hacia atrás? ¿Sería bella la cabeza de Brisa si no tuviera cabello en absoluto? Exacto, todo dependería de nuevo de la subjetividad con que valoráramos su belleza. La moda, por ejemplo, sería un elemento de juicio importante a la hora de estimar la belleza en la cabeza de Brisa.
Un elemento que no se debe obviar en este cuestionamiento es el atractivo sexual que puede significar el pelo de una mujer en el hombre. La belleza para el macho es fertilidad, de esta manera, los ojos, la boca, el cuello, los senos, los glúteos, las piernas, el cuerpo en general es un contingente armado para lanzar la primera ofensiva visual hacia el macho. Una mujer que no muestre su pelo, sea mucho o poco, negro o rubio, crespo o liso, está ocultando uno de sus atributos básicos, ese que denota que es una hembra sana y dispuesta a prolongar la especie. Esta hembra está desaprovechando el poder de una de las armas más dinámicas de su cuerpo. Un arma que se maneja a su antojo, que se puede adaptar a las condiciones del ambiente, que puede servir de escudo y de provocación, que puede convertirse en una gran cola hacia atrás para mostrar franqueza, o en una pollina para denotar timidez y lozanía, o quizás en un simple mechón a un lado de la cara para expresar encanto. Una mujer que juegue con este mechón entre sus dedos, podría incluso significar mucho más. Por eso, desde este punto de vista Freudiano, quizás la mujer con el pelo suelto puede representar más belleza que aquella que lo oculta. A menos que esta use un sustituto de la belleza del pelo, un accesorio que haga juego con su cabeza, otra arma secreta que llame la atención del macho. Como lo es el caso del sombrero que mencionamos anteriormente.
Entonces, ¿sería bella la cabeza de Brisa con redecilla?
Al igual que Platón, creo que la belleza es una idea independiente a los elementos bellos que nos rodean. En ese sentido, no sólo es bello lo que causa un determinado placer sensual, también es bello aquello que provoca admiración, que fascina y agrada en cualquiera de sus formas. Asumiendo ese enfoque del maestro, ¿Acaso no sería belleza el hecho de que Brisa, teniendo una hermosa cabellera que lucir, use una humilde redecilla sin importar los prejuicios sociales? La humildad o en su defecto, el coraje, son indiscutiblemente actitudes bellas y loables en el ser humano.
Alguien dirá: pero aquella exhibición de humanismo podría ser consecuencia de poca educación, de maneras burdas, de poco gusto.
También es cierto.
Lo que me lleva a pensar, que la belleza platónica podría desviar nuestra atención, llevándonos indefectiblemente a una valorización de Brisa como ser humano, todo su cuerpo y sus emociones, sus acciones, no la cabeza que yace sepultada bajo una intrigante redecilla. Nuestro objeto en cuestión.
Entonces, ¿es bella la cabeza de Brisa con redecilla?
Término con la siguiente frase de David Hume:
«la belleza está en el ojo del observador».
Ser feliz, una decisión personal
Hoy, justo cuando el sol iba cerrando sus párpados de luz sobre el océano atlántico, mientras investigaba en las redes un tema para publicar en este blog, me topé con una noticia luctuosa que me afectó el ánimo. Alguien que no conocía, un hombre joven de cuarenta y cinco años, exitoso hombre de negocios, presidente de una reconocida empresa eléctrica, murió repentinamente en el mirador sur de la ciudad capital a sólo quinientos metros de terminar el entrenamiento de esa mañana. Marco de la Rosa era corredor y esa madrugada entrenaba junto a los compañeros de su grupo, ninguno se explicó la muerte súbita del que consideraban uno de sus mejores atletas. Con todos sus análisis de salud en orden, Marco incluso había participado dos meses atrás en el conocido maratón de Chicago.
Qué penoso pensé, otra pérdida de alguien valioso en nuestra desbalanceada sociedad. Al leer lo de su muerte lo sentí tanto, como si le conociera de años, como si fuera familia, o quizás un gran amigo. No puedo negar que me afectó el hecho de que era un atleta, igual que yo, que tenía cuarenta y cinco años, igual que la cifra que alcanzaré el 24 de este mes, que era un hombre de negocios, lo que intento hace años sin mucho resultado. Sea lo que sea me sentí profundamente afectado. Luego de darles vueltas al hecho, de leer su biografía, de entrar a su blog, en fin, luego de tratar de acercarme a él en su muerte, me di cuenta que lo conocía. Sí, conocía a Marco de la Rosa. Y no lo había conocido en el colegio, ni en una fiesta, ni en la universidad, ni practicando algún deporte, a él como a muchos otros lo había conocido de toda una vida. Sí, cuando lo conocí al morir, me di cuenta que Marco era otro más de la poca gente buena que se nos estaba yendo, de ese puñado que sobresale en nuestra sociedad marchita, de esos que apuestan por los principios, por la honestidad y la vida ejemplar. Como a él, he conocido a cientos de dominicanos y ciudadanos del mundo que se van a destiempo, cuando no deben, mientras otros en mucho menor número, esos que pueblan nuestro mundo de terror, de perfidia, de corrupción, de muerte, de violaciones, viven indefinidamente y sin reparo bajo un invisible e impune manto de aquél maldito ángel que lleva la guadaña. ¿Por qué? ¿Por qué a Marco y no al asesino de Claudio Caamaño Vélez? Por sólo poner un ejemplo de los cientos que ocurren cada año.
Estos son los momentos en los que no entiendo la divina gracia de Dios. Y me siento afligido, con un nudo en la garganta, descreído, ahogado en una desilusión absoluta que no repara en nada que no sea desafecto y pesimismo. Es cuando vuelvo a Marco y me retracto.
Mientras buscaba información de aquél que creía no conocer, encuentro esta última publicación de su blog «Las notas de Marco» y me doy cuenta de que no puedo caer con él, de que debo seguir en pie de lucha. Me doy cuenta de que ellos no se han ido en vano, de que nos están guiando. Entonces vuelvo a leer su entrada y me río, él también, Claudio lo hace de igual forma, y Luis, y Pedro y Juan y Karina, y me siento curiosamente tranquilo.
Un tipo de obligación moral, de esas que se sienten como deuda, me solicita compartir este último escrito suyo. Aquí les dejo el artículo de forma íntegra:
Ser feliz, una decisión personal.
Sócrates decía que ” una vida sin reflexión, no merece ser vivida”. Pasé los últimos días del 2013 y los primeros del año nuevo en la bella Estancia “La Bravera” a 2,400 mts sobre el nivel del mar en los Andes Venezolanos. El día que llegué a este lugar mágico casi sufro una crisis de pánico al enterarme que no tenía ningún tipo de alcance a las telecomunicaciones, incluyendo internet y señal para mis teléfonos. Sin embargo a medida que pasaron los días y que me iba desconectando del mundo me iba sintiendo más conectado a la naturaleza y se iban abriendo espacios para la meditación y reflexión. Este tipo de espacios son fundamentales para el ser humano. Ya sea en forma individual, en familia o en equipos de trabajo, es importante tener la oportunidad de elevarse a otro nivel y analizar con una perspectiva más amplia las realidades que nos acontecen en las diferentes facetas en las que nos desenvolvemos.
Durante esos días que compartí con mi familia, mi mamá me habló del libro que estaba leyendo llamado “La alegría del vivir” de Orison Swett Marden. Coincidencialmente su libro estaba muy alineado con el último capítulo del libro que yo leía, “Vivir en tiempos de Crisis” de Isabel Vega. El contenido común de ambos libros estaba relacionado con el concepto de “la felicidad”. La diferencia es que el libro que ella leía fue escrito en 1914 y el mío en el 2013. Sin embargo, pese a la diferencia de años entre un libro y otro, las conclusiones eran prácticamente las mismas: La felicidad no se persigue, no es una meta por sí misma. La felicidad se consigue en las pequeñas vivencias de todos los días.
Existen innumerables libros, documentos y escritos sobre el tema de la felicidad. Hace un par de años, mi grupo de YPO (Young President Organization) invitó a una sesión de trabajo de un día entero al Prof. Shawn Achor, autor del libro “The Happiness Advantage”. Durante la cena, el Prof. Achor nos contó sobre las investigaciones que él ha hecho con su equipo en la Universidad de Harvard sobre el concepto de la felicidad y las conclusiones a que han llegado sobre el tema. En primer lugar, la creencia general de la gente es que la felicidad es el premio que se recibe cuando se es exitoso, mientras que las investigaciones muestran una causalidad que es totalmente opuesta: la gente se hace más exitosa cuando es más feliz y presenta una actitud más positiva ante la vida.
Es difícil que ese estado de felicidad se encuentre en todos los planos ya que es muy probable que en algunos momentos se representen desafíos. La muerte de un ser querido o la separación de un ser que amas son solo algunos ejemplos. Sin embargo, la felicidad tiene que ver en gran medida con “la manera en que enfrentamos estos desafíos, en armonía con nuestra esencia y con el entorno”. De acuerdo con las investigaciones del Prof. Achor, las circunstancias externas contribuyen con solo alrededor de 10% de nuestra felicidad. El 90% restante está en nosotros mismos y en la forma en que manejemos los tres principales componentes de la felicidad según Achor: el placer de las sensaciones físicas, el involucramiento activo en roles que nos permitan aportar y una profunda y permanente conexión a algo que es más grande que nosotros.
La felicidad es una decisión personal, solo tienes que decidir cuando quieres empezar a ser feliz y empezar a ver el mundo de otra forma, sin apegos, sin verla como resultado de obtener algo que no tenemos, sino apreciando al máximo las cosas que ya tenemos y que se nos presentan en cada momento de nuestras vidas. ”Disfruta de las cosas pequeñas, pues algún día puedes mirar atrás y darte cuenta que ellas eran las cosas grandes”.
«Diablo me voy contigo»
El cuerpo colgado de Prebisterio Arias fue encontrado por su hermana cuando se levantó en la mañana a barrer el patio. Nadie entendió por qué lo hizo. No en su caso, siendo un hombre tan tranquilo y moderado.
La vida de Prebisterio Arias era como la del cualquier viejo pobre de ochenta y un años en un país como el de nosotros. Se había dejado de su mujer hacía más de veinte años, sus ocho hijos, todos de un matrimonio, eran ya hombres y mujeres y se la buscaban más o menos bien, no eran modelos de la sociedad, pero a excepción del chiquito, que había caído preso un par de veces por robos menores, eran trabajadores y de vez en cuando le dejaban caer sus chelitos. Prebisterio Arias era conocido por su seriedad y honestidad, nunca hizo lo mal hecho y nunca dejó de pagar una deuda. De hecho, el préstamo de los cincuenta metros donde construyó el rancho que habitaba, que fue el último que hizo en su vida, lo acababa de pagar hacía una semana. Ahí vivía sólo, en un tugurio hecho de cuantas cosas se pueda uno imaginar, desde latas de aceite Crisol, cartón, pleibú, hasta tablas de palma y dos o tres hojas de sin de medio uso que se había granjeado en sus buceadas por los barrios aledaños y que utilizó para mal tapar el techo. Por supuesto, el piso era de tierra y no tenía energía eléctrica. La reducida propiedad estaba situada en un arrabal en la parte sur de la ciudad, una colmena humana llena de cientos de cuchitriles que se hacinaban en torno a una enmarañada red de callejones por donde correteaban los carajitos con el binbin afuera, o donde la policía correteaba semanalmente a los pequeños traficantes de los puntos de droga. Parecía que en ese lugar todo el mundo estaba corriendo, con una prisa eterna, todos indefectiblemente involucrados en una especie de premura vacía, como si hubieran hecho algo malo, o como si le debieran a alguien. Todos menos Prebisterio Arias, que era el hombre más parsimonioso y sereno del barrio. Cuando entré por primera vez a ese patético laberinto de miseria, el día que fui a cubrir la noticia de su suicidio, más que a un barrio, me pareció estar entrando por un callejón al infierno del Jardín de las Delicias de El Bosco.
Prebisterio Arias vivió los últimos años de su vida repasando conucos y vendiendo botellas vacías. «Ello no hay tay na, y ete mundo otro lo hereda», contestaba a los evangélicos cuando iban a su casa a pregonar que Cristo venía. Él no era lo que se llama un hombre creyente ni de la iglesia, pero todos lo conocían por su generosidad y benevolencia desinteresada. Siempre compartió lo poco que tenía. Los plátanos que tenía sembrado en el minúsculo patio alimentaban frecuentemente la barriga llena de lombrices de los hijos de los vecinos. Casi siempre llegaba con una fundita llena de mentas de guardias para repartírselas a todos esos muchachitos. Él decía que en la niñez estaba el futuro del país, que si no hacíamos algo por esa juventud tan dolida, «nos vamos a ir a la misma mierda, y más con esta partida de delincuentes que tenemos en el poder». Quizás por eso estaba como estaba en los últimos días. Después que el presidente ganó la reelección, Prebisterio cambió. No volvió a ser el mismo. «El diablo será el garitero» le dijo a su hermana dos días antes de ahorcarse. Su propia hermana dijo que lo desconocía, que no era él, que nunca lo había visto tan desganado y pesimista. Que era verdad que de joven había sido uno de los cabezas calientes de la guerra del sesenta y cinco, pero que ya eso había quedado atrás, que él era un hombre tranquilo y conforme, que «no mataba ni una mosca». Eso me dijo ella cuando la entrevisté para el artículo en el periódico. Pero lo que ella no sabía era lo de su enfermedad. Aunque había notado que la salud de su hermano se había deteriorado mucho en los últimos meses, nunca pudo imaginarse lo grave de la situación.
Quince días antes de suicidarse, Prebisterio había acudido con unos problemas de digestión donde un médico amigo que conocía desde los tiempos de la revolución. Después de muchos viajes, de decenas de análisis y pruebas que su antiguo compañero de luchas pagó complacido con su propio dinero, se le diagnosticó cáncer terminal en el páncreas. No se lo dijo a nadie. Por eso era que su hermana lo veía tan contrariado. Y no era para menos.
Yo no lo culpo por haberse quitado la vida de esa manera. Ochenta y un años pasando calamidades y ahora esto. Personalmente considero a Prebisterio Arias un valiente, un héroe, no por el hecho de suicidarse, si no por haber aguantado tanta penuria, tanta desesperanza por tantos años. Hasta yo en su lugar hubiera tomado esa determinación. Quizás esa hubiese sido la única forma de responder a la miseria en que hemos vivido muchos de nosotros por tanto tiempo, a la impotencia de ver cómo los malditos políticos se roban tu país, cómo los ricos se adueñan hasta de tu alma, cómo te vas muriendo en vida. Cuando vi a Prebisterio Arias colgado de la soga de nylon color azul, amarrada penosamente a una varilla que salía de la única pared de blocks que había podido levantar en el tugurio donde vivía, cuando lo vi con la cara amoratada, su frágil cuello estrangulado, la lengua gravitando fuera de su boca en una espantosa mueca que parecía una burla final, y sus descarnados puños cerrados para siempre, no lo entendí. En ese momento no comprendí cómo un ser humano podía llegar a tal grado de angustia y desesperación, qué tanta aflicción podía embargar el alma de un infeliz como él para llevarle a quitarse la vida. Cómo un hombre de esa edad, con tantos años vividos, con la madurez a que debe llegar después de vivir ochenta y un años, podía matarse así, sin más. Sobre todo un hombre como él, al que todos querían y respetaban en el barrio. Ese día que lo ví colgando como un trapo viejo de la soga de nylon color azul, lo creí un insensato.
Pero ahora pienso diferente. Ahora sí lo entiendo. Y más que eso, lo apoyo.
Te comprendo Prebisterio Arias. A tí te la pusieron difícil siempre y finalmente decidiste tomar el camino más fácil.
Por lo menos una sola vez en tu vida.
Pero, ¿por qué la nota Prebisterio? ¿porqué escribiste la nota con ese mensaje? Eso todavía no lo comprendo. Por más vueltas que le doy no le encuentro sentido a esas últimas palabras tuyas.
«Diablo me voy contigo».
Dime Prebisterio, ¿por qué escribiste eso si acabas de salir del mismísimo infierno?
Twist
Imagen
Detrás de una imagen en blanco y negro se esconde siempre un historia full color.