La lluvia me moja hasta el alma – le dijo el poeta a su mujer.
A mi también me moja – contestó ella con la mirada perdida.
Todo está inerte en esta mañana lluviosa. Las plantas no mueven sus hojas, sus ramas están frisadas en un tiempo lúgubre y frío. El sol parece haberse congelado en una palidez absoluta y se consume lenta y tristemente en su apagada nostalgia. Los pájaros callan, sus cuerpos se han convertido en pequeñas bolas de plumas engrifadas. La tierra está entumecida. Esta mañana al despertar, sentí mi cama como un frígido bloque de hielo, y al asomarme por la ventana me hallé irremediablemente contagiado por este tiempo. Llevo varios minutos mirando el luctuoso escenario sin poder distinguir un ligero movimiento que anuncie vida en este mundo. Todo permanece lloroso y afligido.
Tomo mi manta y me envuelvo en ella como una crisálida. Mi piel responde al suave y cálido roce de la mullida tela sintética. Así pasa un minuto, dos. Mi vista se mantiene fija en el escenario y percibo a este como una extensión de mi propio cuerpo. Las ramas de los árboles son mis dedos, sus troncos el mío, sus hojas mis oídos, los pájaros mi mirada. Ha desaparecido la ventana. Estoy fuera de mi fría habitación y soy parte del bosque. Una paz inesperada inunda mi ser etéreo, siento que estoy flotando, que soy aire, tierra y agua. Ya no tengo frío, no hay tristeza, el sol baña serenamente mi cuerpo de corteza y savia. Experimento una armonía total con todo lo que me rodea. Calma absoluta. Sosiego. Quietud. Miro hacia la ventana y veo a un hombre retraído observándome. Se le nota lloroso y afligido. Me da lástima. No puedo comprender su pena. Mucho menos en esta apacible mañana lluviosa.